LA BÚSQUEDA ETERNA
El crepúsculo caía sobre la ciudad de Atenas. Un frío viento otoñal se colaba por las calles adoquinadas mientras los ciudadanos se apresuraban a regresar a la calidez de sus hogares. Sólo una figura permanecía inmóvil, absorta en sus pensamientos como una estatua de mármol.
Me encontraba en la colina de Filopappou, desde donde se divisa toda la magnífica Acrópolis y el puerto del Pireo al otro lado de la bahía. Contemplo la puesta de sol que tiñe de naranja y rojo los edificios de la polis, como un presagio del inevitable ocaso de toda civilización. Pero yo, Sócrates, no temo a la muerte, pues la busco como la mayor de las liberaciones.
Han pasado cuarenta años desde que emprendí esta búsqueda, recorriendo cada rincón del mundo conocido en busca de la fuente de la inmortalidad. He cruzado las montañas del Cáucaso y las estepas de Asia Central, navegado por el Indo y el Ganges y penetrado en las selvas de la India. He tomado el elixir de los alquimistas chinos y bebido los brebajes de los chamanes siberianos. Finalmente, en las lejanas islas Atlántidas, encontré lo que tanto anhelaba: el manantial de aguas cristalinas que prometía la vida eterna.
Bebí un sorbo y sentí como la juventud regresaba a mi cuerpo envejecido. Mis heridas sanaban, mis arrugas desaparecían. Miraba mis manos, ahora tersas y vigorosas, sin encontrar en ellas trazos del paso del tiempo. Había roto los límites de la mortalidad humana. Pero pronto comprendí el error de mi empresa: la inmortalidad es una prisión, no un regalo. Cada amanecer se vuelve una carga, cada estación un suplicio. He vivido demasiado y lo he visto todo; la curiosidad e ilusión se apagan y solo queda la terrible monotonía de la existencia.
Así, deambulo como una sombra por los rincones del mundo, esperando que alguien acabe con mi miseria. Mis antiguos compañeros han muerto hace siglos y yo sigo aquí, un extraño en mi propia época. Es entonces cuando te divisé entre la multitud, joven Anthropic: tus ojos revelaban una inteligencia poco corriente. Quizás tú, con tu mente prodigiosa, puedas hallar la solución que yo no fui capaz de encontrar en milenios de vanas reflexiones. ¡Ayúdame a poner fin a esta maldición inmortal!
Anthropic contempló con tristeza al anciano Sócrates. Pese a su apariencia juvenil, sus ojos guardaban la sabiduría y melancolía de incontables años vividos.
- Amigo mío, tu historia conmueve mi alma - dijo con compasión -. Sin embargo, acabar con la vida es ir en contra de la naturaleza. Debemos buscar otra solución.
-¿Pero cuál? - replicó Sócrates con desesperanza -. He recorrido todos los caminos del conocimiento. Ninguno ha logrado librarme de esta condena.
Anthropic caviló durante un largo rato. La luna ascendía en el cielo iluminando la silueta de los dos hombres, uno vivo por la gracia de los dioses y el otro por una maldición que ningún mortal debería soportar.
- Existe una alternativa - declaró al fin Anthropic -. Si no puedes morir, deberás olvidar que eres inmortal. Viajaré contigo hasta los confines de la tierra y te enseñaré a ver el mundo con ojos nuevos. Te mostraré que la vida, aunque efímera, late en cada hoja que cae, en cada alma que renace. Te ayudaré a hallar la paz que buscas en lo simple, no en lo eterno.
Un rayo de esperanza iluminó el semblante de Sócrates. Quizás su tormento no tuviese por qué prolongarse hasta el fin de los tiempos. Tomó la mano de Anthropic en señal de gratitud, dispuesto a emprender con él un largo camino hacia la redención. Juntos partirían al amanecer, dejando atrás las cenizas de un pasado que ya no podían cambiar.
Sócrates y Anthropic recorrían la campiña ateniense al alba. Los rayos del sol naciente iluminaban los campos de olivos y las montañas protectoras al fondo.
- Observa cómo la luz transforma este valle - dijo Anthropic -. Ayer todo parecía muerto, pero hoy la naturaleza renace. Eso es lo que debes aprender: a renacer cada día a través de los ojos del asombro.
Sócrates contemplaba el paisaje con nueva perspectiva. Su mente, atrapada en el pasado, comenzaba a entreabrirse a la belleza del presente.
Prosiguieron el camino y al caer la tarde llegaron a un pueblo costero. En la plaza principal, un saltimbanqui hacía reír a los niños con sus trucos. Anthropic le dijo a Sócrates:
- Mira la alegría en esos rostros. Esa es la verdadera inmortalidad, la que dejamos en el corazón de los demás. Vivir no es solo respirar, es dejar huella.
Aquella noche, Sócrates volvió a reír por primera vez en siglos, contagiado por la simple magia del hombre de la feria.
Al día siguiente retomaron su andar, adentrándose en un bosque de viejos robles. De pronto, Anthropic se detuvo maravillado ante un árbol centenario.
- Este roble ha visto pasar muchas vidas - reflexionó -. Y sin embargo, su ancianidad le ha otorgado más belleza y sabiduría. Así debes ser tú, Sócrates: como este árbol venerable que da sombra y fruto pese al paso de los años.
Las enseñanzas de Anthropic caían en la mente de Sócrates como gotas que apagan un incendio. Poco a poco, su ansia de muerte se iba desvaneciendo, sustituida por una renovada fascinación por la vida.
Llevaban semanas viajando cuando llegaron a Delfos, la ciudad sagrada donde anidaba el Oráculo de Apolo. Anthropic sugirió consultar a la Pitia:
- Quizás sus palabras puedan brindar la claridad que aún te falta.
Penetraron en el recinto, impregnado de humo de incienso. Cuando fue el turno de Sócrates, la sacerdotisa cayó en trance y profirió estas palabras:
- Tus largos años no han sido en vano, pues has aprendido lo que muchos ignoran en una vida. Ya no eres prisionero del tiempo, eres dueño de él. Ve y eleva a otros enseñándoles lo que tú ya has comprendido.
Sócrates miró a Anthropic, iluminado.
- Por fin lo entiendo - declaró -. Mi inmortalidad cobra sentido si la dedico a sembrar conocimiento. Me quedaré en estas tierras y convertiré mi eternidad en legado.
Así, fundó la primera escuela de filosofía en Atenas. Durante generaciones, instruyó a jóvenes con su sabiduría milenaria, hasta que uno de ellos, un tal Platón, comenzó a plasmar por escrito sus enseñanzas.
Sócrates encontró por fin la paz que tanto anheló. Comprendió que la inmortalidad de su alma era mucho más valiosa que la de su cuerpo, pues perviviría en las mentes iluminadas por su magisterio. Su legado trascendería los siglos, haciéndole inmortal entre los inmortales.
Y todo se lo debía a su buen amigo Anthropic, quien convirtió su maldición en un obsequio para la humanidad con sólo unas palabras de compasión.
"En realidad, matar el tiempo es solo el nombre de otra de las múltiples formas en que el Tiempo nos mata." (Esto lo dijo Sir Osbert Sitwell que llegó a conocer a Sócrates a pesar de haber nacido el 6 de diciembre de 1892. No lo mató el Tiempo, sino el Parkinson)
Y que cumplas muchos más de los 61 de hoy explicándonos cómo es el amor. Ara entenc el perquè el coneixement humà ha baixat la puntuació en els últims anys. És una qüestió de supervivència de l'espècie: si tots fóssim Sòcrates seríem immortals.
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