LAS 12.000 HIJAS DE MARIA DE BARCELONA
Aquél 5 de febrero de 1903 trajo una mañana fría y soleada a Barcelona. El cielo estaba azul y despejado, pero el aire cortaba la piel como una cuchilla. Las calles se llenaban de gente que iba y venía, con sus abrigos y sombreros, sus carros y bicicletas, sus prisas y sus ruidos. Entre el bullicio, se distinguía un grupo de mujeres vestidas de negro, con velos y rosarios, que caminaban con paso firme y decidido hacia el ayuntamiento. Eran las Hijas de María, una asociación de mujeres católicas que defendían la fe y la moral cristiana en una ciudad cada vez más secularizada y liberal.
Las Hijas de María llevaban semanas preparando una protesta pacífica contra la blasfemia, que consideraban una ofensa grave contra Dios y la Iglesia. Estaban hartas de escuchar palabras y expresiones irreverentes en las calles, en los periódicos, en los teatros, en las tertulias. Querían que el alcalde, Bartolomé Robert, un médico y político republicano, tomara medidas para frenar esa corriente de impiedad y respetara los sentimientos religiosos de la mayoría de la población. Para ello, habían recogido doce mil firmas en un peticionario que iban a entregarle en persona.
A la cabeza del grupo iba Teresa, la presidenta de la asociación. Era una mujer de unos cuarenta años, alta y delgada, con el pelo recogido en un moño y el rostro severo. Tenía una personalidad fuerte y autoritaria, y dirigía la asociación con mano firme. A su lado iba Carmen, la secretaria. Era una mujer de unos treinta años, baja y rellenita, con el pelo suelto y el rostro dulce. Tenía una personalidad tímida y bondadosa, y seguía a Teresa con lealtad y admiración.
—¿Crees que nos recibirá el alcalde? - preguntó Carmen con voz temblorosa.
—Claro que nos recibirá - respondió Teresa con voz firme -. Somos doce mil mujeres, no podemos ser ignoradas. Además, tenemos el apoyo del obispo y de muchos sacerdotes. El alcalde tiene que escucharnos y atender nuestras demandas.
—¿Y si no lo hace? - insistió Carmen.
—Entonces, tendremos que seguir luchando - dijo Teresa -. No podemos permitir que se ofenda a Dios y a la Iglesia con impunidad. Tenemos que defender nuestra fe y nuestra dignidad como mujeres católicas.
—Tienes razón - asintió Carmen -. Ojalá que el alcalde sea razonable y nos haga caso.
Las dos mujeres siguieron caminando, seguidas por el resto de las Hijas de María, que rezaban y cantaban himnos religiosos. Llegaron al ayuntamiento, un edificio de estilo neoclásico, con una fachada de piedra y una escalinata de mármol. Subieron los escalones y entraron en el vestíbulo, donde se encontraron con un funcionario que les preguntó qué deseaban.
—Venimos a ver al alcalde - dijo Teresa.
—¿Tienen cita? - preguntó el funcionario.
—No, pero tenemos algo muy importante que entregarle - dijo Teresa, mostrando el peticionario.
—Lo siento, pero el alcalde está muy ocupado y no puede recibirles - dijo el funcionario.
—¿Cómo que no puede recibirnos? - exclamó Teresa, indignada -. Somos doce mil mujeres católicas que venimos a protestar contra la blasfemia. El alcalde tiene que escucharnos.
—Lo siento, pero no es posible - repitió el funcionario.
—No nos vamos a ir hasta que nos reciba - dijo Teresa, plantándose en el vestíbulo.
—Por favor, no hagan escándalo - dijo el funcionario, nervioso.
—No estamos haciendo escándalo, estamos haciendo justicia - dijo Teresa, elevando la voz.
—Señoras, les ruego que se retiren - dijo el funcionario, llamando a un guardia.
—No nos vamos a retirar - dijo Teresa, llamando a las demás mujeres.
—Señoras, no me obliguen a usar la fuerza - dijo el guardia, acercándose a ellas.
—No nos van a intimidar - dijo Teresa, enfrentándose al guardia.
—Señoras, por favor - dijo el funcionario, intentando mediar.
—Señor alcalde, por favor - dijo una voz desde el fondo del vestíbulo.
Todos se giraron y vieron a un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto, con el pelo canoso y el bigote recortado. Era Bartolomé Robert, el alcalde de Barcelona.
—¿Qué ocurre aquí? - preguntó el alcalde, acercándose al grupo.
—Señor alcalde, estas señoras vienen a verle sin cita y no quieren irse - dijo el funcionario.
—Señor alcalde, somos las Hijas de María y venimos a entregarle este peticionario contra la blasfemia - dijo Teresa, extendiendo el documento.
—¿Contra la blasfemia? - repitió el alcalde, cogiendo el peticionario.
—Sí, señor alcalde, contra la blasfemia - dijo Teresa -. Estamos hartas de escuchar palabras y expresiones ofensivas para la religión en las calles y los medios de comunicación. Queremos que tome medidas para frenar esa corriente de impiedad y respete los sentimientos religiosos de la mayoría de la población.
—Ya veo - dijo el alcalde, hojeando el peticionario -. Y ¿cuántas firmas tienen?
—Doce mil, señor alcalde - dijo Teresa, orgullosa.
—Doce mil - repitió el alcalde, impresionado.
—Sí, señor alcalde, doce mil mujeres católicas que le piden que haga algo por la fe y la moral cristiana - dijo Teresa, esperanzada.
—Bueno, bueno - dijo el alcalde, devolviendo el peticionario -. Agradezco su interés y su iniciativa, pero no creo que sea necesario tomar ninguna medida al respecto.
—¿Cómo que no es necesario? - exclamó Teresa, sorprendida.
—No, no lo es - dijo el alcalde, con calma -. Vivimos en una ciudad libre y plural, donde cada uno puede expresarse como quiera, siempre que no atente contra la ley o el orden público. La blasfemia no es un delito, sino una cuestión de gusto y de educación. No podemos imponer nuestra forma de pensar o de hablar a los demás, sino respetar la diversidad y la tolerancia.
—¿Diversidad y tolerancia? - repitió Teresa, indignada -. ¿Es que no le importa que se ofenda a Dios y a la Iglesia con impunidad? ¿Es que no le importa que se corrompa la moral y la fe de la gente?
—No, no me importa - dijo el alcalde, con firmeza -. Lo que me importa es que se respeten los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, sean creyentes o no, católicos o no. Lo que me importa es que se fomente el progreso y la cultura, la ciencia y el arte, la democracia y la justicia. Lo que me importa es que Barcelona sea una ciudad moderna y abierta, no una ciudad oscura y cerrada.
—¡Qué barbaridad! - exclamó Teresa, escandalizada -. ¡Qué falta de respeto! ¡Qué falta de fe!
— No es falta de respeto, ni falta de fe - dijo el alcalde, con paciencia -Es sentido común y espíritu crítico. Es libertad y razón. Es laico y republicano.
—¡Laico y republicano! - repitió Teresa, furiosa -. ¡Eso es lo que usted es! ¡Un laico y un republicano! ¡Un enemigo de Dios y de la Iglesia! ¡Un traidor a la patria y al rey!
—No, señora, no - dijo el alcalde, con serenidad -. No soy un enemigo, ni un traidor. Soy un ciudadano, un médico, un político. Soy un hombre de principios y de ideas - continuó el alcalde -. Un hombre que cree en la libertad de conciencia y en la separación de la Iglesia y el Estado. Un hombre que respeta todas las creencias, pero que no se deja imponer ninguna. Un hombre que quiere que Barcelona sea una ciudad de vanguardia, no una ciudad de retraso.
—¡Qué atrevimiento! - exclamó Teresa -. ¡Qué insolencia! ¡Qué herejía!
—Señora se equivoca- dijo el alcalde -. No es atrevimiento, ni insolencia, ni herejía. Es coherencia, es valentía, es progreso.
—¡No hay progreso sin Dios! - gritó Teresa -. ¡No hay valentía sin fe! ¡No hay coherencia sin moral!
—Vuelve a equivocarse- dijo el alcalde -. Hay progreso sin Dios, hay valentía sin fe, hay coherencia sin moral. Hay humanismo, hay ciencia, hay ética.
—¡No hay humanismo sin Dios, porque Dios es el creador del hombre! - replicó Teresa -. ¡No hay ciencia sin Dios, porque Dios es el origen de la verdad! ¡No hay ética sin Dios, porque Dios es la fuente de la ley!
— No hay Dios que cree al hombre, sino hombre que crea a Dios - dijo el alcalde - No hay Dios que origine la verdad, sino verdad que origine a Dios. No hay Dios que sea fuente de la ley, sino ley que es la fuente de Dios.
—¡Blasfemo! - acusó Teresa -. ¡Blasfemo!
—¡Fuera, fuera! - corearon las Hijas de María -. ¡Fuera el blasfemo, fuera el laico, fuera el republicano!
—¡Basta, basta! - ordenó el alcalde -. ¡Basta de insultos, basta de gritos, basta de intolerancia!
—¡No nos callaremos, no nos rendiremos, no nos iremos! - respondieron las Hijas de María -. ¡No toleraremos la blasfemia, no aceptaremos la laicidad, no reconoceremos la república!
—¡Señoras, por favor, sean razonables! - pidió el alcalde -. ¡Sean civilizadas y pacíficas!
—¡No somos razonables, somos fieles! - dijeron las Hijas de María -. ¡No somos civilizadas, somos católicas! ¡No somos pacíficas, somos valientes!
—¡Señoras, por favor, no me obliguen a echarlas! - amenazó el alcalde -. ¡No me obliguen a llamar a la policía, ni a usar la fuerza!
—¡No nos echará, no nos asustará, no nos vencerá! - desafiaron las Hijas de María -. ¡No nos moveremos, no nos callaremos, no nos rendiremos!
Y así, entre gritos y reproches, entre rezos y consignas, entre amenazas y desafíos, se produjo un enfrentamiento entre el alcalde y las Hijas de María, que terminó con la intervención de la policía, que dispersó a las mujeres a golpes de porra y las detuvo por alterar el orden público. Fue un día de protesta pacífica que acabó en violencia y represión, un día de fe y moral que acabó en blasfemia y laicidad, un día de Dios y la Iglesia que acabó en laico y republicano.
"La amistad es el encanto de la vida, el sol de la prosperidad, y la medicina de la adversidad." (Madame de Sévigné, nacida el 5 de febrero de 1626 fue el primer ser humano que encontró un remedio para todo)
Y que cumplas muchos más de los 80 redondos de hoy... espero que hayas encontrado un hogar que ya te toca.
A la recerca d'una llar
Vagava sol pels carrers, sense rumb fix, sense un lloc al qual anomenar llar. Sentia el fred de la nit calar els seus ossos, i una profunda solitud li envaïa l'ànima. Volia trobar un refugi on aixoplugar-se, gent amb la qual compartir el pa i la taula. Es va parar a reflexionar sota la pluja, deixant que les gotes li netegessin la ment i li retornessin les esperances. Llavors, al lluny, va veure una llum que treia el cap entre les ombres. Va caminar cap a ella i va trobar calor humana, menjar sobre la taula. Per fi tenia una llar.
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