INMORTALIDAD
El año era 2042. El sol, esa bola de fuego inclemente que alguna vez marcó el ritmo de nuestras vidas, ahora era solo una tenue referencia en el cielo grisáceo de la Nueva Época. La inmortalidad, según lo había predicho el visionario Ray Kurzweil, había llegado puntualmente en 2030, tal como un tren con retraso que finalmente arribó a la estación.
En una azotea de la ciudad sin nombre, Emilio, un hombre demacrado por la inabarcable cantidad de años vividos, observaba el horizonte con una mezcla de hastío y melancolía. A su lado, fumando un cigarrillo electrónico del que brotaba un vapor tan artificial como su propia existencia, se encontraba Lucía, su compañera inmortal desde hacía ya... ¿cuántos siglos? ¿Mil? ¿Dos mil? El tiempo había perdido su significado en su eternidad artificial.
"No sé qué hacer, Lucía", farfulló Emilio entre bocanadas de nicotina virtual. "He vivido todo lo que hay que vivir. He visto caer imperios y galaxias. He amado y perdido más veces de las que puedo recordar. Y aún así, me siento vacío."
Lucía lo miró con ojos que habían visto demasiado, ojos que habían presenciado el nacimiento y la muerte de estrellas. "Es el precio de la inmortalidad, Emilio", respondió con una voz ronca por el exceso de siglos. "La vida eterna se vuelve tediosa, una repetición sin fin de lo mismo."
"¿Y qué hay de ti?", preguntó Emilio. "¿No te sientes igual?"
Lucía dio una larga calada a su cigarrillo electrónico y exhaló el vapor en forma de una perfecta espiral. "Yo he encontrado mi consuelo en el arte", dijo. "He pintado miles de cuadros, he escrito millones de poemas, he compuesto sinfonías que harían llorar a las estrellas. En el arte, he encontrado un sentido a esta inmortalidad impuesta."
Emilio la miró con una mezcla de admiración y envidia. "Tú siempre fuiste la artista, Lucía. Yo... yo solo sé matar."
Lucía se acercó a él y le puso una mano en el hombro. "No digas eso, Emilio. Tú fuiste un gran soldado, un héroe de mil batallas. Protegiste a la humanidad cuando era más vulnerable. Y ahora, en tiempos de paz, puedes encontrar tu propia forma de brillar."
Emilio sonrió, una sonrisa triste y desgastada por el tiempo. "Tal vez tengas razón, Lucía. Tal vez es hora de que encuentre una nueva musa."
Se miraron en silencio, dos almas inmortales navegando por un mar de tedio existencial. La inmortalidad, el sueño dorado de la humanidad, se había convertido en su peor pesadilla. Habían conquistado la muerte, pero no habían encontrado la manera de darle sentido a la vida eterna.
En el horizonte, la ciudad sin nombre se extendía como un gigantesco cementerio de sueños rotos. Las luces artificiales brillaban como luciérnagas en la noche, pero no lograban disipar la oscuridad que pesaba sobre sus corazones. Eran inmortales, sí, pero estaban condenados a una vida sin fin, una vida sin propósito, una vida que era, en esencia, una muerte en vida.
"Donde no hay celos no hay amor." (Pietro Aretino, nacido el 20 de abril de 1492, del descubrimiento de América por Cristóbal Colón. Dicen que el escritor no conocía el intercambio de parejas)
Hoy hubiese cumplido 73 años pero se quedó en los 54 no por culpa de substancias extrañas, sino de muerte natural.
Mai es massa
En un carreró de Barcelona, Marc ballava sol, amb els auriculars posats. La gent passava, però ell estava en el seu món, girant al ritme de "Never Too Much". Els seus moviments eren lliures, plens d'alegria. No necessitava una parella per sentir l'amor que desbordava la cançó; l'amor per la vida, per la música, per cada moment efímer. I en aquell instant breu, amb la llum del capvespre banyant les rajoles, Marc va ser l'encarnació de la felicitat pura, sense preocupacions, sense límits, mai massa.
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