sábado, 22 de junio de 2024

 EL HOMBRE A TOPOS

 

Nunca imaginé que un frasco de autobronceador podría transformar mi vida en una comedia digna de un guion de Hollywood. Todo comenzó un soleado sábado por la mañana, cuando decidí que era hora de ponerle fin a mi tono de piel "fantasma de biblioteca". La idea de lucir una piel dorada y resplandeciente, como recién salida de unas vacaciones en el Caribe, era demasiado tentadora para ignorarla.

Con una resolución firme, me armé con mi flamante bote de autobronceador y me encerré en el baño, dispuesto a no salir hasta parecer una estrella de cine. "Lee las instrucciones", pensé, pero como cualquier otro ser humano impaciente, solo le eché un vistazo rápido. "Aplicar uniformemente", decía. Fácil, ¿no? Pues, más fácil era decirlo que hacerlo.

Me desnudé y me paré frente al espejo, evaluando el lienzo pálido que estaba a punto de transformar. El primer problema surgió cuando traté de aplicarme la crema en la espalda. Aparentemente, mis brazos no eran lo suficientemente largos ni flexibles para alcanzar ciertas áreas. La escena era digna de un circo: yo, retorciéndome como un contorsionista, intentando esparcir el autobronceador sin dejar zonas blancas.

Satisfecho con mi desempeño, me lavé las manos, asegurándome de no dejar rastros de crema en los dedos, y esperé pacientemente a que la magia ocurriera. Los primeros signos de desastre aparecieron una hora después. Las palmas de mis manos, que supuestamente había lavado a conciencia, empezaron a tornarse de un inquietante color naranja. ¡Genial! Ahora parecía que había estado pelando zanahorias sin guantes.

Pero lo mejor estaba por venir. Conforme avanzaba el día, noté que mi piel comenzaba a oscurecerse en parches. En lugar de un bronceado uniforme y dorado, me estaba convirtiendo en un mapa de manchas marrones. Mis rodillas y codos, esos traicioneros pliegues de piel, absorbieron el autobronceador con un fervor que ninguna otra parte de mi cuerpo mostró. El resultado: rodillas y codos oscuros, contrastando ridículamente con el resto de mi piel.

Intenté arreglar el desastre frotando las zonas más oscuras con una toalla húmeda, lo que solo sirvió para difuminar las manchas en formas aún más abstractas. Mi espalda, que había sido una zona particularmente difícil de alcanzar, ahora parecía una obra de arte contemporáneo, con parches de color distribuidos al azar.

El punto culminante de esta tragicomedia fue cuando salí al balcón para "tomar un poco de aire" y me crucé con la vecina del piso de al lado. Me miró con una mezcla de curiosidad y preocupación, como si estuviera viendo a un extraterrestre que no entendía del todo la cultura humana. Traté de saludarla con naturalidad, pero su mirada fija en mis manos naranjas y mis rodillas marrones hizo que mi intento de conversación muriera rápidamente.

Al final del día, me encontré de nuevo en el baño, esta vez con una esponja y mucho jabón, intentando borrar la evidencia de mi fallido experimento de belleza. La lección estaba clara: algunas modas están mejor dejadas en manos de los profesionales, o al menos, de aquellos con más paciencia y destreza manual que yo.

«El mejor gobierno es el que se hace innecesario» (Wilhelm von Humboldt, nacido el 22 de junio de 1767 para sentar las bases de lo que debía ser un buen gobierno. Y a fe mía –como decían los antiguos- que los gobernantes le han hecho caso)

Y que cumplas muchos más de los 76 de hoy y cómprate un móvil que va haciéndote falta.

La trucada

El so del telèfon la va fer despertar sobtadament. Amb els ulls encara tancats, va palpar la tauleta de nit fins que va trobar l'aparell.

"Hola?" va preguntar amb veu ronca pel son.

"Hola, sóc jo", va respondre una veu familiar a l'altre costat de la línia.

El cor se li va accelerar. Era ell. Després de tot aquest temps, encara pensava en ell.

"Què vols?" va preguntar, intentant sonar indiferent.

"Només volia sentir la teva veu", va dir ell. "Fa molt de temps que no parlem."

Va sentir un buit al pit. Tenia raó. Havien passat mesos des de la seva última conversa.

"Estic bé", va mentir. "I tu?"

"Bé també", va respondre. "Escolteu, només volia dir-vos que..."

Però no va tenir temps de continuar. La línia es va tallar sobtadament.

Es va quedar mirant el telèfon, atònita. Què havia volgut dir? Per què havia trucat?

Un miler de preguntes li van passar pel cap, però no hi havia respostes. Només el silenci del telèfon i el record d'una veu que creia haver oblidat.

 

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