EL QUE PREGUNTA SE QUEDA DE GUARDIA
En un rincón olvidado del espectro político, un partido que se había autoproclamado como la vanguardia del cambio, decidió que era hora de redefinir sus alianzas. La dirección del partido, compuesta por un grupo selecto de personas que se consideraban a sí mismas como la última Coca-Cola del desierto, había puesto sus ojos en una opción política que prometía más brillo que el último iPhone.
Con la confianza de un gato en una tienda de ratones, decidieron organizar una votación entre los militantes. "Es un mero trámite", decían entre risas y canapés, "nuestros fieles seguirán la línea del partido como ovejas al pastor".
El día de la votación, los militantes acudieron en masa, más que una marea humana, parecían el tráfico del centro a las seis de la tarde. La dirección del partido se paseaba con una sonrisa tan falsa como una moneda de tres euros, saludando y estrechando manos como si fueran celebridades en la alfombra roja.
Sin embargo, algo no encajaba. En los murmullos de la multitud, corría un sentimiento de rebelión. Los militantes no estaban allí para seguir ciegamente; querían tomar una decisión propia, y esa decisión no era precisamente la opción dorada que la dirección había imaginado.
La dirección, con una habilidad para detectar problemas tan desarrollada como su aversión a las críticas, comenzó a sospechar. Algo no estaba bien. Los militantes, en vez de asentir como cabezas de muelle, hablaban entre ellos, intercambiando ideas y, lo peor de todo, pensamientos disidentes.
"¿Y si no votan lo que queremos?", susurró uno de los miembros de la dirección, mientras el sudor le empezaba a perlar la frente. Una consulta rápida entre los miembros del comité y la decisión estaba tomada. El riesgo era demasiado grande.
Con la rapidez de un vendedor ambulante que ve venir a la policía, se anunció que la votación se posponía. El argumento, tan frágil como un castillo de naipes en una tormenta, fue que el recinto se había quedado pequeño. A pesar de que habían visto el espacio vacío durante la organización, y sabían que tenía capacidad de sobra para albergar a todos, la excusa se lanzó con la misma confianza con la que un niño asegura no haber comido el último trozo de pastel con chocolate en la cara.
Los militantes, no tan sorprendidos, se retiraron lentamente, con una mezcla de resignación y burla en sus miradas. "Otro día será", dijeron algunos, con el tono de quien sabe que ese día probablemente nunca llegue. La dirección del partido, mientras tanto, se escabulló a sus oficinas, donde podían planear su próxima jugada en la comodidad de su burbuja de ilusiones.
Y así, el partido que se jactaba de ser la esperanza del cambio, demostró una vez más que, en política, el cambio siempre está a una votación de distancia. O a un recinto "demasiado pequeño".
«No hables, amor. Cada palabra, un beso menos» (Más razón que un santo tiene Dalton Trevisan nacido el 14 de junio de 1925 por lo que el año que viene será centenario. Aún puede aprovechar bien el tiempo que le quede)
Hubiese cumplido 88 años pero se quedó en 69 como los otros tres que cantaron con él la canción. Ahora cantan los sustitutos... pero no es lo mismo, no señor.
Estén la mà, seré aquí
En la foscor de la nit, la pena l'ofega. Un crit silenciós surt de la seva ànima, un crit d'auxili que es perd en la immensitat. Però, de sobte, una melodia s'obre pas entre la foscor, una melodia familiar que li recorda que no està sola. La veu càlida i poderosa li parla d'esperança, li diu que estigui forta, que estengui la mà. I amb un últim esforç, ho fa. En la distància, veu una figura que s'acosta, una figura que li ofereix un refugi, una mà amiga que la treu de la foscor i la porta cap a la llum. La melodia continua sonant, un recordatori constant que mai no ha d'estar sola, que sempre hi ha algú disposat a ajudar-la.
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