EL ESPEJO
Era un día común, indistinguible en su monotonía, en una ciudad cualquiera donde el murmullo constante de la vida urbana parecía ahogar cualquier pensamiento introspectivo. La brisa apenas movía las hojas de los árboles, y el sol, en su cénit, lanzaba sus rayos sin compasión sobre el asfalto caliente. La gente iba y venía, cada cual absorto en sus propias preocupaciones, sin notar al hombre que, en medio de todo, se detenía de repente.
Allí, en la intersección de dos calles sin nombre, la realidad se fragmentó y el tiempo pareció detenerse. Un reflejo en el escaparate de una tienda abandonada atrapó su mirada, pero lo que vio no fue simplemente su propio rostro. Fue algo más profundo, una revelación que surgía desde el fondo de sus entrañas, una verdad ineludible que había eludido durante tanto tiempo.
En ese instante, se encontró a sí mismo. No era el hombre que había construido con tanto esmero, con las máscaras que llevaba para encajar en un mundo que no entendía y que nunca lo había entendido. No, en ese reflejo vio al verdadero él, desnudo de pretensiones, despojado de las mentiras con las que se había confortado. Y esa visión fue su condena.
Una oleada de amargura lo inundó. Sentía el peso de los años desperdiciados, de las decisiones erróneas, de los caminos no tomados. Su corazón, otrora fuerte, latía ahora con una lentitud dolorosa, como si cada latido fuera una herida abierta. Los ecos de sus fracasos y arrepentimientos resonaban en su mente, una cacofonía que no podía acallar.
La gente seguía su camino, ajena a su sufrimiento. El mundo continuaba girando, implacable, indiferente a la tragedia personal que se desarrollaba en ese rincón de la ciudad. Y él, en medio de esa vorágine, se sintió más solo que nunca, un náufrago en un mar de indiferencia.
Comprendió, en ese amargo momento, que el peor enemigo siempre había estado dentro de él. No eran las circunstancias ni las personas a su alrededor las que lo habían llevado a este abismo de desolación, sino sus propias elecciones, sus propias renuncias. Se encontró cara a cara con la realidad de su propia existencia, y esa verdad lo aplastó con una fuerza inhumana.
El día, que había comenzado como cualquier otro, se transformó en el más oscuro de su vida. No había lugar para escapar, no había refugio donde esconderse de la terrible certeza de que él mismo había sido el artífice de su desdicha. Y así, con el peso de su descubrimiento sobre sus hombros, siguió caminando, sabiendo que nunca podría deshacerse del hombre que había visto en aquel reflejo, ni del dolor que ese encuentro había traído consigo.
«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas» (Pablo Neruda, nacido el 12 de julio de 1904 para ser algo más que premio Nobel de literatura en 1971)
Hoy hubiese cumplido 81 años pero se quedó en 79 y se llevó consigo la melodía que la cautivaba.
La melodia que em captiva
El so de les tecles em transporta, cada nota una ona d'emoció. La seva veu, dolça i potent, em captiva com una sirena. El ritme s'apodera del meu cos, em fa moure sense voler. Els meus llavis murmuren la lletra, cada paraula una confessió.
Tanco els ulls i m'imagino en un camp de flors, amb ella al meu costat. El sol acaricia la nostra pell, mentre la melodia ens envolta com un mantell càlid. En aquest moment, només existim nosaltres dos i la música que ens uneix.
Quan la cançó s'acaba, un somriure involuntari dibuixa la meva cara. La seva veu encara ressonant a la meva ment, un record d'un moment perfecte. Sé que aquesta melodia sempre tindrà un lloc especial al meu cor, perquè em va fer sentir viva, estimada i feliç.
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