CAMA VACÍA
El ruido de la ciudad entraba por la ventana abierta del pequeño departamento en el que Clara y Javier habían vivido durante los últimos quince años. La rutina de la tarde se desarrollaba con una familiaridad que bordeaba lo monótono: él en el sofá, con un libro abierto sobre las rodillas, ella en la cocina, preparando café para dos. Sin embargo, debajo de esa superficie tranquila, había una tensión sutil, casi imperceptible, que llenaba el aire.
Clara vertió el café en las tazas y llevó una a Javier, que la recibió con una sonrisa ligera, apenas un movimiento de los labios. Sus dedos se rozaron brevemente, un contacto que, en otro tiempo, habría provocado un cosquilleo de anticipación en ambos. Ahora, era simplemente un gesto de cortesía, un recordatorio de la cercanía que una vez compartieron y que ahora existía de manera diferente.
Javier volvió a sumergirse en la lectura, pero su mente vagaba lejos de las palabras impresas. Recordó la noche anterior, cuando había salido con Laura, una colega de trabajo que se había convertido en algo más que una amiga. No había promesas, no había compromisos, solo una conexión que surgía en medio de las grietas de su matrimonio. Cuando llegó a casa, Clara ya estaba dormida, o al menos eso parecía. No había preguntas al día siguiente, ni miradas de reproche. Solo la misma rutina, la misma taza de café, el mismo silencio.
Por su parte, Clara miraba la ciudad a través de la ventana de la cocina, la taza caliente entre las manos. Pensó en Daniel, un antiguo compañero de universidad con quien había empezado a reunirse para tomar café después del trabajo. Daniel la hacía reír, la escuchaba de una manera que Javier ya no lo hacía. No había cruces de líneas, al menos no todavía, pero Clara sabía que lo que compartía con Daniel iba más allá de una simple amistad. Y, en silencio, lo aceptaba.
Ninguno de los dos se había sentado a hablar de lo que estaba pasando. No había necesidad. Las noches de ausencias se habían vuelto comunes, las llamadas telefónicas que se cortaban bruscamente, las excusas apenas esbozadas. A medida que los días pasaban, ambos comprendían que su relación había tomado un nuevo rumbo, uno en el que la fidelidad ya no era un valor absoluto, sino algo maleable, moldeado por el tiempo y la resignación.
Sin embargo, había algo profundamente triste en esa aceptación. No era la libertad lo que habían encontrado, sino una forma de vivir con el peso de lo que no se decía. Habían pasado años construyendo una vida juntos, y ahora, en lugar de destruirla, la estaban dejando erosionar poco a poco, permitiendo que otros entraran en sus corazones, pero sin sacar a quien ya estaba.
Esa noche, mientras se acostaban en la misma cama, como lo habían hecho miles de veces antes, Clara apagó la luz y el silencio se adueñó de la habitación. A su lado, Javier respiraba con suavidad, pero ella sabía que él también estaba despierto. Podía sentir la distancia entre sus cuerpos, un abismo invisible que ninguno de los dos estaba dispuesto a cruzar.
Y así, sin palabras, se quedó mirando al techo, pensando en Daniel, mientras Javier pensaba en Laura. Ambos juntos, pero terriblemente solos, navegando en un mar de melancolía que se había convertido en el telón de fondo de su relación.
El futuro se extendía ante ellos, incierto y nebuloso. Tal vez un día, alguno rompería el silencio, o tal vez no. Pero, por ahora, seguirían adelante, atrapados en ese pacto silencioso, aceptando lo inaceptable, hasta que el tiempo, o alguien más, decidiera por ellos.
El final, como siempre, estaba por escribir.
«Una vez que tienes esa reputación, la gente ve controversia en todo lo que dices. Incluso cuando no es nada» (Vidiadhar Surajprasad Naipaul, nacido el 17 de agosto de 1932 para ser premio Nobel de Literatura en 2001 y levantar discusiones allí donde no había nada)
Y que cumplas muchos más de los 30 de hoy conservando esa voz que acaricia.
Assassí
La Marta observava el cel nocturn des de la finestra del seu petit àtic. Les estrelles brillaven fredes i distants, com els records del seu passat. Va agafar el telèfon, els dits tremolant sobre el teclat. Tantes paraules no dites, tantes disculpes pendents. Però el número que abans sabia de memòria ara semblava estrany i aliè. Va deixar el mòbil i va tornar a mirar les estrelles. Potser el silenci era l'única resposta possible. A vegades, les històries més profundes són les que mai s'arriben a explicar.
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