EL PESO DEL FUEGO
Imagina una noche en la que el fuego devora la oscuridad, su crepitar como una vieja canción de cuna para quienes se arriesgan a amar. Bajo la capa de estrellas, las sombras de las chozas respiran un silencio denso, cargado de decisiones tan simples como definitivas. En la tribu, no se pronuncian palabras innecesarias; los deseos se confiesan con acciones. Ahí está ella, su piel brillando con el sudor del día, su cuerpo fuerte, esculpido por el trabajo y el sol. Él observa, sintiendo el latido de la tierra bajo sus pies, la promesa de algo que aún no tiene nombre, pero que se adhiere a sus entrañas como una bestia hambrienta.
Sin ceremonia, avanza. Entre sus manos, la almohada de hierbas secas cruje como el preludio de un trueno. La deja caer junto a la de ella, un golpe sordo en el suelo, y en ese simple gesto, se desata el deseo, una corriente eléctrica que arrasa sus sentidos. No hay palabras, no hay preguntas. La decisión es como una piedra arrojada al río; crea ondas que se expanden, cada una más intensa que la anterior, hasta que el agua vuelve a ser espejo, reflejando dos rostros cercanos, ansiosos.
El tiempo pasa, y lo que comenzó como una hoguera, se convierte en brasas. Una noche, el calor que una vez los unió se disipa. Él se despierta, el peso de las hojas secas a su lado es como una piedra en el pecho. La piel de ella ya no le habla; su aliento, una vez cálido, ahora es solo un eco. Sin dudar, toma la almohada y se aleja. Los pasos retumban en la choza vacía, cada uno un tambor que marca el fin. No hay resentimiento, solo la simple verdad de que lo que el fuego creó, el viento se llevó.
El nuevo amanecer llega sin gloria ni tragedia, solo con la promesa de otra noche, otro fuego, otra almohada que tal vez caiga junto a la suya. La vida sigue, y en ese sencillo acto de poner y quitar, se revela la esencia del amor en su forma más cruda: una chispa que puede encenderse o apagarse con la misma facilidad.
«Cuando muere la infancia, sus cadáveres se llaman adultos y entran en la sociedad, uno de los corteses nombres del Infierno. Es por eso que tememos a los niños, incluso si los amamos. Nos muestran el estado de nuestra decadencia» (Brian W. Aldiss, nacido el 18 de agosto de 1925 no fue el autor de la frase: “dejad que los niños se acerquen a mi”)
Y hoy hubiese cumplido 81 años si no hubiese tenido un feliz viaje "ad prates" allá por 2018.
Feliç dia
La Maria es va despertar amb un somriure. El sol entrava per la finestra, càlid i acollidor. Es va aixecar, va obrir les cortines de bat a bat i va respirar profundament. L'aire fresc li va omplir els pulmons. Avui era el dia. Després de mesos de lluita, per fi havia superat la malaltia. Va mirar el cel blau i va sentir una immensa gratitud. Cada moment era un regal. Va agafar el telèfon i va trucar a la seva família. Era hora de celebrar la vida, l'amor i la segona oportunitat que li havia estat concedida.
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