CINCUENTA SOMBRAS DE ÁLEX (y II)
Al nacer, llamaron a su bebé Alex, un nombre neutral, que resonaba con la promesa de un futuro no limitado por expectativas ajenas. Alex creció en un hogar donde no había cajas rígidas para definir quién podía ser. Las personas que conocían a Alex veían a un niño o a una niña, dependiendo de lo que querían ver, pero Sofía y Juan sabían que su hijo era mucho más que una simple etiqueta. Alex era un universo en expansión, una constelación de posibilidades que desafía cualquier definición estrecha.
A medida que Alex crecía, sus intereses se esparcían por todo el espectro: le apasionaba el fútbol tanto como la danza; disfrutaba jugar con bloques de construcción y también con muñecas. Sus padres, lejos de imponerle límites, le animaban a explorar todo lo que el mundo tenía para ofrecer, sin preocuparse por si aquello era "de niño" o "de niña". En su hogar, no había libros separados en estanterías rosas o azules; todo estaba a disposición de Alex para descubrir y disfrutar.
En la escuela, las cosas no siempre fueron fáciles. Los otros niños, aún atrapados en la binaria comprensión de la realidad, a veces se burlaban de Alex, preguntando si era niño o niña. Pero Alex, con la confianza que solo un niño amado puede tener, respondía con una sonrisa enigmática y seguía jugando, sin dejar que esas preguntas ajenas le definieran.
Los años pasaron y, a medida que Alex se acercaba a la adolescencia, empezó a hacerse sus propias preguntas. "Mamá, ¿soy un chico o una chica?" preguntó una tarde, mientras observaba su reflejo en el espejo. Sofía, sentada a su lado, le miró con amor y le respondió: "Eres Alex, y eso es más que suficiente".
Pero Alex quería entender más, así que sus padres le explicaron con palabras sencillas lo que habían aprendido en todos esos años. Le hablaron de la ciencia, de la biología, de la variedad infinita que la naturaleza ofrece y que pocas veces se menciona. "No tienes que decidir ahora, ni nunca, si no quieres. Puedes ser quien tú quieras, cuando quieras", le dijeron.
La respuesta de Alex fue un simple "ok", seguido de una pregunta sobre la cena. Porque, al fin y al cabo, las grandes preguntas de la vida no siempre necesitan respuestas inmediatas.
Con el tiempo, Alex comprendió que su identidad no tenía que encajar en ninguna caja, que podía ser fluida, como un río que serpentea sin seguir un camino predeterminado. Y mientras el mundo seguía empeñado en clasificar a las personas en categorías fijas, Alex vivía su vida con una libertad que pocos podían imaginar.
Una tarde, ya en la universidad, Alex asistió a una conferencia sobre biología y diversidad. El profesor, un hombre mayor con el cabello canoso y una mirada llena de sabiduría, hablaba sobre la complejidad del sexo en la naturaleza. "La verdad", dijo el profesor con una sonrisa irónica, "es que intentar dividir a la humanidad en solo dos categorías es como intentar clasificar todos los colores en blanco y negro. Hay tantos matices, tantos tonos, que cualquier intento de simplificar es, en última instancia, una mentira".
Alex sonrió al escuchar esas palabras. Al salir de la conferencia, caminó por la ciudad, sintiendo el sol en la piel y el viento en el cabello. Observó a las personas pasar, cada una con su propio camino, con su propia historia, y entendió que la verdad más simple y a la vez más compleja era esta: hay tantas variedades de sexo como habitantes existen en el planeta, y cada una de ellas es tan válida y maravillosa como las demás.
Porque al final, lo que realmente importa no es la etiqueta que nos asignan al nacer, sino la libertad de ser quienes realmente somos, en toda nuestra complejidad, en todo nuestro esplendor. Y Alex, con su nombre y su vida llena de posibilidades, era la prueba viviente de ello.
«Lo que más deseas, lo alejas de ti. Deseas más de lo que te atreves a admitir» (Tarjei Vesaas, nacido el 20 agosto de 1897 en algún país de un idioma muy diferente al nuestro, lo que no le impidió pensar y sentir como nosotr@s)
Y que cumplas muchos más de los 76 de hoy que al ritmo que llevas no se yo...
Tronc Gegant
El bosc era el seu refugi. Entre arbres centenaris, en Tomia trobava la pau. Un dia, va descobrir un tronc gegant, caigut fa segles. Se’n va enamorar a primera vista. Hi va construir una cabana, una casa feta de fusta i somnis. Cada nit, s’asseia al tronc i mirava les estrelles, sentint la història de l’arbre a la fusta rugosa. El tronc era més que un objecte, era un company, un testimoni del pas del temps.
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