miércoles, 21 de agosto de 2024

LO QUE NOS HACE HUMANOS


Hermes se miró en el espejo y soltó una carcajada. No había nada en particular que lo provocara, salvo tal vez el absurdo de verse así, en pleno siglo XXI, vestido como un oficinista cualquiera, con la corbata torpemente anudada y el cabello peinado hacia atrás como si estuviera por cerrar un trato importante. Lo que había sido de los dioses del Olimpo, pensó, era digno de una buena comedia.

Habían pasado milenios desde que él, el ágil mensajero de los dioses, había cruzado los cielos con sus sandalias aladas, llevando mensajes divinos y burlándose de la torpeza humana. Pero los tiempos habían cambiado, y con ellos, también los dioses. Los antiguos templos y altares ya no eran su hogar; ahora se escondían entre los mortales, disfrazados de lo común, mimetizados con la masa anónima que vagaba por las ciudades.

Hermes había adoptado la rutina diaria de los humanos con una mezcla de fascinación y desprecio. Los observaba en sus trabajos, sus citas, sus gimnasios, y aunque encontraba su monotonía tediosa, no dejaba de maravillarse por una cosa: su capacidad para reír. Era eso lo que los mantenía vivos, pensaba. En algún lugar, alguien siempre encontraba algo lo suficientemente ridículo para soltar una carcajada, y ahí estaba la clave de su humanidad.

Recordó entonces aquella teoría que un filósofo mortal había esbozado siglos atrás, el *homo risu capax*, el hombre capaz de reír. Se había reído de la idea en su momento, pero ahora, escondido bajo el disfraz de un simple mortal, le encontraba un extraño sentido. Era cierto que la risa era lo que los hacía humanos. Los dioses, en cambio, habían perdido esa capacidad. Zeus se había vuelto iracundo, Atenea se había sumido en la melancolía, y los otros vagaban sin rumbo, buscando una chispa que nunca encontraban.

Hermes, por su parte, seguía riendo. Tal vez era lo único que lo mantenía conectado con lo que alguna vez había sido. Deambulaba por las calles de la ciudad, observando a los mortales reírse de las cosas más insignificantes: un chiste mal contado, un tropiezo accidental, una ironía sobre la política. Y en esas risas encontraba un consuelo, una especie de nostalgia por lo que los dioses habían perdido.

Una tarde, mientras caminaba por el parque, vio a un grupo de jóvenes sentados en el césped, riendo a carcajadas. Uno de ellos, un muchacho con el cabello desordenado y una sonrisa amplia, le llamó la atención. Hermes se acercó, curioso por saber qué les causaba tanta gracia.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó, sin poder contener su interés.

El muchacho lo miró, todavía riendo, y señaló su teléfono.

—Solo un meme, señor. Algo tonto, pero... ya sabe, nos hace reír.

Hermes tomó el teléfono y observó la imagen. Era, en efecto, algo ridículo, una combinación absurda de palabras y fotos que no tendría sentido para nadie más que para esos jóvenes. Pero ahí estaba, el eco de una risa universal que no había cambiado desde los tiempos en que los hombres contaban historias junto al fuego.

Devolvió el teléfono con una sonrisa, comprendiendo de repente. No importaba lo mucho que la humanidad cambiara, lo sofisticados o desconectados que parecieran. Siempre encontrarían algo que les arrancara una carcajada, y en eso residía su verdadero poder, su inmortalidad.

Hermes se alejó del grupo, su risa aún resonando en el aire. Los humanos nunca dejarían de reír, y mientras lo hicieran, habría algo en ellos que los hacía superiores incluso a los dioses. Sonrió para sí mismo, consciente de que tal vez, solo tal vez, los mortales habían entendido algo que los antiguos dioses habían pasado por alto.

Se ajustó la corbata, esta vez con algo más de cuidado, y siguió caminando por la ciudad. Después de todo, la risa era su verdadera herencia, y aunque los dioses pudieran haberla olvidado, los humanos la llevarían siempre consigo, como el último y más valioso regalo del Olimpo.

«En pocas palabras, el resentimiento surge de una igualdad prometida y nunca alcanzada; y esto es algo que sólo se da entre humanos» (Leonid Andréyev del 21 de agosto de 1871 nos enseñó que, además de la risa, el resentimiento por la desigualdad también nos hace humanos)

Y que cumplas muchos más de los 36 de hoy mariposeando por aquí y por allá.


La Papallona

La Marta sempre havia tingut por del canvi. Cada dia era una rutina perfectament orquestrada. Però aquell matí, una papallona blava va entrar per la finestra oberta. Va revolotejar per l'habitació, desafiant l'ordre establert. La Marta va observar fascinada com l'insecte dansava lliurement. De sobte, va sentir una cosa nova dins seu: un batec d'ales al seu estómac. Va somriure, obrint la porta de casa. Potser era hora de volar. Va fer una passa endavant, deixant enrere la seva crisàlide de costums. El món l'esperava, ple de colors i possibilitats.

 

 

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