EL HOMBRE QUE NO SUDABA DEMASIADO
Había una vez un hombre llamado Rodolfo, un tipo peculiar que vivía en un pueblito llamado Villachunga. Rodolfo tenía una característica muy particular: nunca sudaba. Bueno, sudar sudaba, pero lo justo y necesario. Ni una gota de más. Un día, en medio de una ola de calor infernal que dejó a todos pegajosos como caramelos, Rodolfo se paseaba fresco como una lechuga. Claro, esto no pasó desapercibido.
—¡Eh, Rodolfo! ¿Qué hechizo usas para no sudar? —le gritó Mari, la dueña del bar del pueblo, mientras se abanicaba con un periódico.
Rodolfo sonrió, encogiéndose de hombros.
—Nada, Mari. Simplemente nací así. Ya sabes, genética o algo así —respondió con su habitual despreocupación.
La gente del pueblo siempre había considerado a Rodolfo un poco raro, pero en el fondo, le tenían cierto aprecio. Sin embargo, aquella tarde de julio, las cosas empezaron a ponerse raras de verdad. Resulta que Doña Felisa, la anciana más chismosa de Villachunga, juraba haber visto a Rodolfo haciendo cosas extrañas en el cementerio la noche anterior.
—¡Lo vi! Estaba enterrando algo —decía mientras se ajustaba las gafas con dramatismo.
La noticia corrió como la pólvora y, antes de que Rodolfo pudiera siquiera pedir una cerveza, ya todo el pueblo lo miraba con recelo. El alcalde, Don Eustaquio, decidió que lo mejor era investigar. No podían permitir que el pueblo se llenara de rumores sin fundamento.
—Rodolfo, hijo, tenemos que hablar —le dijo con tono solemne.
Rodolfo, desconcertado, asintió y siguió al alcalde hasta la plaza principal. Allí, frente a todos, Don Eustaquio lo miró fijamente y dijo:
—Explícanos qué hacías en el cementerio anoche.
Rodolfo rascó su cabeza, visiblemente incómodo.
—Bueno, si quieren saberlo… fui a enterrar a mi perro, Pancho. Murió ayer y no quería dejarlo en la calle. Me pareció un buen lugar —dijo, con un tono que combinaba tristeza y sinceridad.
El pueblo suspiró aliviado, pero Doña Felisa no estaba convencida.
—¡Pero lo vi desenterrar algo también! —insistió.
Rodolfo levantó las manos en señal de paz.
—¡Ah, eso! Sí, sí, fue un malentendido. Me equivoqué de tumba. Ya saben, con el calor y la pena, no estaba pensando claro. Pero lo solucioné —explicó, riéndose nerviosamente.
La gente se relajó, pero entonces, Mari, con una mirada pícara, soltó:
—Y ya que estamos, Rodolfo, cuéntanos tu secreto para no sudar. Seguro que nos vendría bien con este calorón.
Rodolfo sonrió ampliamente, dejando ver sus dientes perfectos.
—Eso es fácil. Es que no tengo nada que ocultar. Cuando no tienes secretos oscuros, el cuerpo no se estresa. Y sin estrés, no hay sudor. Así de sencillo.
Pero aquella noche, cuando todo el mundo ya dormía, Doña Felisa no podía conciliar el sueño. Algo en la explicación de Rodolfo no cuadraba. Decidió salir en la penumbra y dirigirse al cementerio. Su curiosidad era más fuerte que su miedo.
Al llegar, encontró la tumba de Pancho. Con una linterna en mano, empezó a cavar. Después de unos minutos, su pala golpeó algo duro. No era el ataúd de un perro, sino un viejo cofre. Lo abrió, y dentro encontró documentos antiguos y una fotografía descolorida. En la foto, reconoció a un joven Rodolfo, pero la fecha en la parte trasera la dejó helada: 1924.
De repente, sintió un frío en la nuca y al volverse, allí estaba Rodolfo, más pálido que nunca.
—No deberías haber hecho eso, Felisa —dijo con una voz que parecía venir de otro mundo.
—¡Rodolfo! Pero... tú... ¿qué eres? —balbuceó Felisa, retrocediendo.
—Hace mucho, no sudaba porque estaba muerto. Ahora, con el tiempo, ni la muerte puede ocultarse. Este pueblo tiene sus secretos, y algunos están mejor enterrados.
Doña Felisa cayó desmayada y, a la mañana siguiente, cuando la encontraron, no recordaba nada de lo ocurrido, solo tenía una vaga sensación de terror. Rodolfo seguía paseándose por el pueblo, sin sudar y sin envejecer, con una sonrisa enigmática. La gente dejó de preguntar, aceptando que algunas cosas, como la calma de Rodolfo, eran mejor no entenderlas.
«La revolución no solo exige emancipación, sino liberación; no solo un acontecimiento de destrucción, sino también un proceso de transformación largo y sostenido, creador de una nueva humanidad» (Toni Negri, nacido el 1 de agosto de 1933 y que aún puede ilustrar una revolución con su pensamiento… que a algun@s buena falta les hace)
Y ella se despidió del mundo el 1 de agosto de 2015 a los 72 años y ya no le cantó nunca más.
Tu ets el meu món
La Maria tancà els ulls. El soroll del mar s'esvaí i només quedà la veu d'en Joan. "Ets el meu món", li deia sempre. Però ara, asseguda a la platja buida, les onades s'emportaven els records. Feia tres anys que en Joan havia marxat, deixant-la sola en un univers buit. S'aixecà, sentint la sorra entre els dits dels peus. Mirà l'horitzó i, per un instant, li semblà veure'l somrient. "Tu ets el meu món", murmurà. I en aquell moment, entengué que el seu món no era en Joan, sinó ella mateixa. Era hora de tornar a viure.
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