EL RELOJ BIOLÓGICO DE RAMÓN
A los 60 años, Ramón entendió que la vida no era una carrera de velocidad, sino una caminata larga y llena de bifurcaciones. Al principio, su única preocupación había sido mantener el ritmo, asegurarse de que no se quedaba atrás en la carrera por el éxito. Pero al llegar a esa edad, descubrió que lo importante no era cuán rápido había caminado, sino los senderos que había elegido y los que había dejado de lado.
Ramón nunca se había preocupado por ese concepto del reloj biológico. En su juventud, lo consideraba un mito, una excusa que las mujeres usaban para apresurarse en tomar decisiones que él podía postergar sin problemas. No tenía prisa por casarse, tener hijos o establecerse. La vida le ofrecía demasiadas oportunidades como para encadenarse a una sola opción.
Durante años, su enfoque había sido el trabajo. Las relaciones amorosas, aunque presentes, nunca ocuparon el primer lugar en su vida. Había tenido novias, compañeras, pero ninguna había logrado convencerlo de que la estabilidad era algo que él debía buscar con urgencia. Siempre había algo más en lo que concentrarse: un proyecto, un ascenso, un nuevo desafío profesional. Así, los años pasaron sin que Ramón se diera cuenta de lo que estaba dejando atrás.
A los 40 años, cuando sus amigos comenzaron a formar familias y a compartir historias de paternidad, Ramón se mantuvo en su postura de que el reloj biológico era cosa de otros, no de él. Disfrutaba de su libertad, de poder viajar cuando quería, de no tener que rendir cuentas a nadie. Pero a medida que pasaba el tiempo, comenzó a notar un cambio sutil en sus propios pensamientos. No era tanto el deseo de tener hijos lo que le inquietaba, sino la sensación de que estaba perdiéndose algo importante, algo que iba más allá de las experiencias laborales y personales que había acumulado.
Al llegar a los 50, Ramón empezó a escuchar un tic-tac invisible, un sonido que resonaba en su mente durante los momentos de quietud. No venía de ningún reloj en su casa, sino de su interior, como si su cuerpo le recordara que el tiempo, aunque siempre había estado ahí, ahora se hacía más presente, más tangible. Era como si el ciclo de la vida que siempre había ignorado ahora exigiera ser reconocido.
Ramón comenzó a reflexionar sobre sus decisiones. Se dio cuenta de que, a lo largo de los años, había evitado la paternidad no solo por priorizar su carrera, sino también por miedo. El miedo a enfrentar las responsabilidades que conlleva tener un hijo, a ver reflejadas en su progenie sus propias inseguridades y errores. Había elegido el camino de la autosuficiencia, creyendo que era la mejor manera de protegerse, pero en ese proceso había dejado de lado la posibilidad de experimentar algo más profundo, más significativo.
Con 60 años, Ramón ya no sentía la necesidad de correr. Había alcanzado un punto en el que el éxito profesional ya no le llenaba como antes, y el silencio en su hogar empezaba a pesarle. Entonces, comenzó a reconectar con viejos amigos, a visitar cafés que había dejado atrás, a tener conversaciones que antes había evitado. Fue en esos encuentros donde empezó a darse cuenta de que, aunque no tenía hijos propios, había tenido un impacto en la vida de otros, en los jóvenes a quienes había mentoreado, en los hijos de sus amigos que lo veían como una figura cercana.
Ramón encontró en esos vínculos una especie de paternidad alternativa. Descubrió que podía dejar un legado no necesariamente a través de la descendencia directa, sino a través de la influencia y el apoyo que brindaba a quienes lo rodeaban. Era una realización que le trajo paz, un entendimiento de que la vida no se trataba solo de cumplir con las expectativas sociales, sino de encontrar su propio camino hacia la satisfacción.
A medida que el tiempo avanzaba, Ramón aceptó el tic-tac que seguía resonando en su interior. Lo escuchaba no como un recordatorio de lo que había dejado pasar, sino como una invitación a disfrutar de lo que aún quedaba por vivir. Ya no temía el sonido del reloj; lo aceptaba como parte de la vida, como un compañero que le recordaba la importancia de cada momento.
Ramón no tenía hijos, y aunque a veces sentía una punzada de tristeza al ver a los nietos de sus amigos, había aprendido a valorar las conexiones que sí había cultivado. Su vida, aunque diferente a lo que alguna vez imaginó, estaba llena de significado. Había dejado atrás el miedo a enfrentar el paso del tiempo y había encontrado en la aceptación de su propia historia una fuente de tranquilidad.
Así, Ramón caminaba por la vida con una nueva perspectiva. Sabía que el tiempo era un recurso finito, pero también sabía que aún tenía la oportunidad de llenarlo de momentos valiosos. El reloj biológico, ese concepto que había despreciado durante tantos años, se había convertido en un recordatorio de que la vida es una serie de elecciones, y que nunca es tarde para elegir disfrutar del tiempo que queda.
Ramón seguía escuchando el tic-tac, pero ahora lo hacía con una sonrisa. Cada sonido le recordaba que, aunque no había tomado el camino convencional, había encontrado su propia forma de dejar una marca en el mundo. Y eso, pensaba mientras paseaba por su barrio, era más que suficiente para estar en paz con el tiempo que tenía en sus manos.
«La virtud que nunca ha sido atacada por la tentación no merece ningún monumento» (Georges de Scudéry, nacido el 22 de agosto de 1601 es decir, mucho antes de que se estrenase la película “la tentación vive arriba” porque yo creo que se refería a eso ¿no?)
Hubiese cumplido 112 años, pero se quedó en 89 y tuvo tiempo para dejarnos ese dueto con Carlos Santana.
Refugi
El sol s’amagava darrere les cases, pintant el cel d’un taronja suau. En Joan va treure la seva guitarra vella i es va asseure a la porta de casa. Les seves mans, marcades pel pas del temps, van començar a acariciar les cordes, dibuixant un blues lent i melancòlic. Els veïns, atrets per la melodia, van sortir a les seves portes, somrient. Per un moment, el món sencer va quedar en pausa, envoltat per la música de Joan, un refugi contra la rutina i les preocupacions.
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