MACBETH: EL DRAMA DE ER
El eco de las sillas al arrastrarse en el suelo frío resonó en la sala vacía. En el centro, una mesa larga y pulida, como el ataúd de una esperanza muerta, esperaba la llegada de los últimos conspiradores. Los rostros de los líderes de Esquerda Reixamplada estaban marcados por la tensión. Sus sonrisas, alguna vez firmes y amplias, se desdibujaban en muecas nerviosas.
La lideresa, Marta, una mujer que había envejecido prematuramente en el teatro político, se colocó en pie. Sus ojos oscuros, hundidos en el rostro, reflejaban el cansancio de noches sin dormir, de planes que se desmoronaban como castillos de naipes.
“Compañeros,” comenzó, con una voz que pretendía firmeza pero que traicionaba el miedo, “hemos llegado a un punto de no retorno. Los resultados electorales no nos favorecen. Pero no vamos a dejar que un mal día defina nuestro futuro.”
Las cabezas asintieron en silencio, como muñecos rotos. Sabían que la verdad no estaba en las palabras que Marta ofrecía como un pan duro. La verdad era un espectro, un fantasma que se escondía en las esquinas de aquella sala, observando con ojos acusadores.
El segundo al mando, Oriol, un hombre delgado con manos inquietas que parecían tener vida propia, se inclinó hacia adelante. Su voz era suave, peligrosa. “¿Qué propones, Marta? Sabemos que las cifras no mienten, y que si no hacemos algo, este partido está acabado.”
“Eso es lo que ellos quieren que pensemos,” replicó Marta, dejando caer cada palabra como una piedra en un estanque de incertidumbre. “Pero he hablado con los líderes del Partido Sociolisto. Nos ofrecen una salida, una alianza que garantizará nuestra permanencia en el poder. Claro, a cambio de algunas concesiones...”
La sala se llenó de murmullos, como el rumor de un enjambre de abejas perturbadas. Los líderes intercambiaban miradas, evaluando las palabras de Marta, sopesando el costo de aquella propuesta.
“¿Qué tipo de concesiones?” preguntó Marisol con una voz que cortaba el aire como un cuchillo. Sus ojos verdes eran dos dagas clavadas en Marta.
“Nada que no podamos manejar,” respondió él, sin mirarla directamente. “Solo algunos cambios en nuestra política exterior, algunas renuncias menores. Nada que afecte nuestros principios fundamentales.”
Principios fundamentales. La frase colgó en el aire, vacía, hueca, como una campana rota. Los principios eran el esqueleto de aquel partido, la razón por la que sus militantes los seguían. Pero ahora, esos principios eran monedas de cambio, piezas de un juego político en el que la verdad era una mercancía descartable.
“Debemos anunciarlo hoy mismo,” dijo Marta, tomando de nuevo la palabra. “Informaremos a nuestros militantes que hemos logrado un acuerdo histórico, que asegurará nuestro liderazgo por años. Es un pequeño sacrificio, pero lo hacemos por el bien del partido, por el bien del país.”
Oriol se mordió el labio. Sabía que no había vuelta atrás. Una vez se pronunciara ese anuncio, no habría espacio para la duda. El partido se convertiría en una marioneta, manejada por manos invisibles que dictarían cada uno de sus movimientos. Pero, ¿acaso no era ese el destino de todos los grandes líderes? ¿Ser recordados no por sus ideales, sino por sus concesiones?
“Entonces, que así sea,” dijo Oriol finalmente, inclinando la cabeza en un gesto de resignación. Los demás hicieron lo mismo, como prisioneros aceptando su sentencia.
La noticia corrió por las filas del partido como un incendio en un campo seco. Los militantes celebraron, cegados por la ilusión de un triunfo que no existía. Las banderas se levantaron, los cánticos llenaron las calles, y las sonrisas volvieron a los rostros de aquellos que creían en la promesa de un futuro brillante.
Pero la realidad era un animal astuto, y pronto se deslizó entre los escombros de las mentiras. Los rumores comenzaron a surgir, susurros de traición, de acuerdos oscuros que manchaban la supuesta victoria. Los militantes más fieles empezaron a cuestionar, a dudar, y la sombra de la desconfianza se extendió como una plaga.
Las primeras deserciones fueron silenciosas, casi imperceptibles, pero se multiplicaron con rapidez. Los que habían creído en el partido como en una religión comenzaron a alejarse, buscando refugio en otras ideologías, en otros líderes. Las bases de ER se tambaleaban, como un edificio corroído desde sus cimientos.
Marta, en su oficina, observaba el desplome con una mezcla de rabia y desesperación. “Nos traicionaron,” murmuraba para sí misma, como si repitiendo esas palabras pudiera revertir el desastre. Pero en el fondo, sabía que la verdadera traidora había sido ella, y que el precio de su ambición era la destrucción de todo lo que había construido.
Los días siguientes fueron un torbellino de caos. Los medios, oliendo la sangre en el agua, atacaron con furia, desenterrando cada detalle del acuerdo, cada mentira, cada traición. Las renuncias se sucedían, las acusaciones volaban, y el partido, que una vez había sido un coloso, se desmoronaba en polvo.
Marisol, siempre la voz de la razón, se presentó en la oficina de Marta en su último día. La encontró sentada en su escritorio, rodeada de papeles que ya no importaban, su mirada perdida en algún punto más allá de las ventanas.
“Esto es lo que querías, ¿no?” dijo ella, sin esperar una respuesta. “Mantener el poder a cualquier costo, aunque el costo fuera todo lo que éramos.”
Marta levantó la vista hacia ella, sus ojos vacíos de toda la arrogancia que alguna vez los había llenado. “Creí que estaba haciendo lo correcto,” murmuró, pero incluso ella no creía en sus propias palabras.
“Lo correcto hubiera sido perder con dignidad,” respondió Marisol, antes de girarse y salir, dejando a Marta sola con el eco de sus errores.
ER se convirtió en una nota al pie de la historia, un ejemplo de cómo la ambición desmedida puede destruir incluso las instituciones más fuertes. Marta desapareció de la vida pública, una fantasma olvidada en las sombras de la política.
Y así, como en una tragedia escrita siglos atrás, los hombres que una vez soñaron con gobernar el mundo terminaron destruyendo el suyo propio, víctimas de la mentira más peligrosa de todas: la que se dicen a sí mismos.
«El conocimiento de cualquier cosa, dado que todas las cosas tienen causas, no es adquirido o completo a menos que sea conocido por sus causas» (Avicena, nacido el 23 de agosto del 980 y, aunque hace un montón de años, esa frase nos ayuda a conocer cuál es el origen de todo… o casi)
Hoy hace 14 años que el autor de la balada del video dejó este maravilloso mundo.
Un món meravellós
La nena observava el món a través de la finestra embassada. Les gotes de pluja dibuixaven camins imaginaris sobre el vidre. Un ocell, tot empapat, saltava d'una branca a l'altra, cantant una melodia alegre. Un arc de Sant Martí es dibuixava al cel, prometent un futur radiant. La petita somreia. Tot era tan meravellós.
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