martes, 27 de agosto de 2024

 NUBES DE CARTAS


El cielo se desplegaba como un lienzo interminable, salpicado de nubes que parecían juguetear con las formas. A veces, esas formas eran tan nítidas, tan perfectas, que uno se preguntaba si alguna mano invisible las había esculpido. Hoy, sobre el horizonte, una nube se alzaba con la precisión de una torre de cartas, frágil y audaz al mismo tiempo.

Diego y Laura caminaban bajo ese cielo, sus pasos resonando en el pavimento mojado. La lluvia había cesado, pero el olor a tierra húmeda persistía, envolviéndolos en una nostalgia compartida. Sus manos, que antes se buscaban instintivamente, ahora solo se rozaban por accidente, como dos hojas que el viento empuja en direcciones opuestas.

—¿Ves esa nube? —dijo Diego, señalando la formación etérea que parecía desafiar la gravedad—. Me recuerda a nosotros.

Laura alzó la vista. La nube, compuesta por innumerables capas finas, parecía a punto de colapsar, pero cada carta se mantenía en su lugar, sostenida por un delicado equilibrio.

—¿Por qué? —preguntó ella, sin apartar los ojos del cielo.

Diego tardó en responder, como si buscara las palabras entre los pliegues de las nubes. Finalmente, dijo:

—Porque es frágil. Porque parece fuerte desde lejos, pero basta con que una brisa la toque para que todo se derrumbe.

Laura asintió, sintiendo cómo la humedad del aire se condensaba en sus pensamientos. Las palabras de Diego resonaban en ella como el eco de una verdad que había tratado de ignorar. Sus vidas, entrelazadas como las cartas de esa nube, habían construido algo hermoso y precario, un equilibrio que cada día parecía más difícil de mantener.

Las nubes cambiaron, deshaciéndose lentamente, sus bordes difuminándose en la bruma. La torre de cartas empezó a desmoronarse ante sus ojos. Primero, una carta, luego otra. En cuestión de minutos, solo quedaban jirones de vapor, dispersos como recuerdos en el viento.

—¿Qué hacemos cuando se cae? —murmuró Laura, apenas consciente de que había hablado en voz alta.

Diego la miró, pero no tenía una respuesta. Sabía que no se trataba solo de nubes. Se trataba de todas las palabras no dichas, de los silencios que pesaban más que cualquier discusión, de los sueños que, como esas cartas, habían sido apilados uno sobre otro, con la esperanza de que aguantaran.

El viento sopló con fuerza, levantando hojas y esparciendo el olor metálico de la lluvia en el aire. Diego tomó la mano de Laura, esta vez con firmeza, y la sintió fría, distante.

—Podemos intentarlo de nuevo —dijo, sin estar seguro de a qué se refería exactamente—. Podemos reconstruirlo.

Laura lo miró, sus ojos reflejando la incertidumbre del cielo. Era cierto, podían intentarlo, pero ¿no se trataba siempre de lo mismo? Edificar algo frágil con la esperanza de que resistiera la próxima tormenta. Como esas nubes, sus esfuerzos siempre parecían caprichosos, sujetos a fuerzas más allá de su control.

—Las nubes siempre vuelven a formarse —dijo finalmente—, pero nunca son las mismas.

Diego asintió, sabiendo que en esas palabras había tanto una despedida como una promesa. Los dos siguieron caminando, mientras en el cielo nuevas nubes empezaban a tomar forma, cada una con su propia historia, cada una con su propio final.

La mano de Laura seguía en la suya, pero él sabía que, al igual que las nubes, ese contacto también cambiaría. Tal vez se desvanecería con el tiempo, tal vez encontrarían una nueva forma, un nuevo equilibrio. Pero en ese momento, mientras el viento soplaba y las nubes danzaban caprichosas sobre sus cabezas, se permitieron solo eso: caminar juntos un poco más, como dos cartas que, pese a todo, aún se sostenían.

«La civilización aún está en una etapa intermedia, apenas bestia, en que ya no está completamente guiada por el instinto; apenas humana, en que aún no está completamente guiada por la razón» (Theodore Dreiser, nacido el 27 de agosto de 1871, así que aún cabe la esperanza que la civilización esté guiada por la razón… de las bestias)

Y que cumplas muchos más de los 27 de hoy para tener muchos más principios y finales.

 


L'últim ball

La sala buida. Els llums s'apaguen lentament. En Jordi s'aixeca de la cadira, les cames tremoloses. S'acosta a la pista on fa anys ballava amb l'Anna. Tanca els ulls. Encara sent l'olor del seu perfum, el tacte de les seves mans.

Comença a moure's sol, abraçant el buit. Una llàgrima rellisca per la seva galta. Sap que és l'hora de deixar-la anar, d'acceptar que ella ja no hi és.

Amb un últim gir, s'atura. Respira fondo. Obre els ulls.

Camina cap a la sortida. És temps de començar de nou.

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