EL DIRECTOR DEL SUEÑO
Carlos se encontraba en medio de una extraña avenida, cuyos edificios se elevaban hasta perderse en la neblina, sus fachadas cambiando de color con cada parpadeo. El aire estaba cargado con el sutil aroma a té matcha, ese que se prepara con esmero, espumoso, pero que siempre deja un leve amargor al final. No había ninguna tetería a la vista, sin embargo, el olor lo envolvía, suave pero persistente. Sentía el suelo bajo sus pies como si caminara sobre una superficie de agua, aunque claramente estaba en una carretera sólida. Frente a él, un hombre de traje oscuro, cuyo rostro permanecía oculto por el sombrero, parecía dirigir el tráfico... o algo mucho más importante.
—¡Tú! —le gritó el hombre señalándolo con un bastón plateado—. Es tu turno.
Carlos se detuvo. ¿Su turno para qué? La pregunta lo invadió, pero antes de articular palabra, el hombre se acercó, sin mover los pies, como si fuera arrastrado por una fuerza invisible.
—No te preocupes, siempre pasa lo mismo la primera vez —dijo el hombre, sacando un cuaderno de notas—. Bien, bien, el escenario está listo. El olor a té matcha, la neblina, las fachadas cambiantes… Sí, todo va según el guion.
—¿Guion? —Carlos intentó protestar, pero la curiosidad ya le bullía en la mente—. ¿Quién eres?
—Ah, siempre hacen esa pregunta. Soy el director, claro. El director de tus sueños. —El hombre levantó la cabeza lo suficiente para que Carlos pudiera distinguir unos ojos inquietantemente familiares—. Todo lo que ves aquí, yo lo he creado. Tu cerebro es el productor, pero yo, amigo mío, soy quien lo hace interesante. Sin mí, ¿qué serían tus sueños? Un caos de recuerdos sin sentido. Yo les doy estilo. ¡Fluidez!
Carlos se quedó sin palabras. Intentó recordar cómo había llegado allí, pero su mente se sentía como un viejo archivo lleno de páginas desordenadas. Una imagen de su infancia apareció de golpe: su bicicleta roja, aquella que perdió cuando tenía siete años. Ahí estaba, justo frente a él, apoyada contra una farola que parecía salida de un libro de cuentos.
—¿Por qué esa bici? —preguntó, aunque ya lo sabía. La nostalgia apretaba su pecho como un abrazo demasiado fuerte.
—Porque así lo decidiste tú —respondió el director, haciendo un gesto teatral con su bastón—. Tus recuerdos son mis piezas, los coloco como me plazca. ¿O acaso creías que eras tú quien tenía control sobre lo que sueñas?
—¿Es esto un sueño?
—¡Bravo! —exclamó el director, aplaudiendo en silencio—. Pero claro que es un sueño. Y aquí es donde las cosas se ponen interesantes. ¿Quieres saber por qué estás soñando esto? O mejor aún, ¿quieres saber qué viene después?
Carlos lo pensó. Desde niño siempre había sentido esa punzada de curiosidad, el ansia de saber qué había más allá de lo visible, de lo tangible. Y, sin embargo, una parte de él sentía el tirón suave pero constante de la nostalgia, como si algo estuviera por escaparse de sus manos para siempre.
—Quiero saber —dijo al fin.
El director sonrió, un gesto amplio y misterioso. Con un chasquido de dedos, el paisaje cambió. La avenida se desvaneció y Carlos se encontró en una pequeña sala, iluminada solo por la luz suave de una lámpara de mesa. Allí, en una butaca gastada, estaba su abuelo, aquel que había muerto hacía ya muchos años. El aroma a té matcha permanecía en el aire, esta vez más denso, mezclado con el olor a tabaco y cuero envejecido.
—Carlos —dijo el abuelo, levantando la mirada del libro que sostenía—. qué tarde has llegado.
Carlos se quedó inmóvil. Su abuelo le sonrió como si no hubiera pasado ni un solo día desde la última vez que lo vio. Sintió el nudo en la garganta, pero antes de que pudiera hablar, todo se desvaneció de nuevo.
—¿Eso era real? —preguntó Carlos, mirando al director, que ahora estaba junto a él, observándolo con atención.
—Real es una palabra fuerte, muchacho. Digamos que era lo que necesitabas en este momento. La nostalgia, ese motor silencioso de los sueños. A veces te lleva hacia el pasado, otras veces te empuja hacia el futuro. ¿Y la curiosidad? Ah, la curiosidad es lo que te hace abrir los ojos, incluso cuando no quieres.
Carlos parpadeó y el mundo comenzó a desmoronarse a su alrededor. El director sacó un reloj de bolsillo y lo miró con una sonrisa de satisfacción.
—Hora de despertar, Carlos.
Carlos sintió el tirón en su mente, el despertar forzoso, como un salto hacia la superficie de un lago oscuro. Abrió los ojos de golpe. Estaba en su cama, el techo familiar de su habitación frente a él. Todo había sido un sueño... o algo más. Pero algo seguía latiendo en su interior, un eco persistente.
Al girar la cabeza, vio algo imposible. Sobre la mesita de noche, descansaba la bicicleta roja de su infancia, en miniatura, y junto a ella, una taza de té matcha a medio beber, como un recordatorio de que no todo lo que sueñas se desvanece al despertar.
«El lenguaje va más allá de ser una simple herramienta de comunicación, es un territorio en el que luchamos constantemente por imponer nuestro propio significado y por mantener nuestra libertad» (Maurice Blanchot, nacido el 22 de setiembre de 1907 para escribir una frase que hasta hoy no conocía y que la he dicho en múltiples ocasiones –con otras palabras- porque eso creo que es el lenguaje)
Y que cumplas muchos más de los 73 de hoy porque, en 100 años, tod@s calvos. Aunque tu va a ser difícil.
Això es amor
Sento el fred a l’aire, però el teu record m’escalfa. Els teus ulls, que només veig en somnis, són l’única veritat que m’aferra a aquest instant. I em pregunto: això és amor? O és només un miratge, una il·lusió de vides no viscudes? Camino pels carrers buits, esperant trobar-te en cada cantonada, mentre el cor batega amb la incertesa. Si això és amor, per què sembla que m’ofego quan no hi ets? Però alhora, no vull despertar d’aquest somni. Potser, simplement, és el preu de sentir.
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