ZUMBIDOS DE MUERTE
El zumbido seco del buscapersonas rompió el silencio de la tarde. Nadie en el mercado lo notó al principio. Entre el bullicio de vendedores regateando y el calor aplastante del mediodía libanés, un ligero pitido no era más que ruido de fondo. La sombra del conflicto entre Israel y Hezbolá siempre estaba presente, pero ese día, la rutina y el olor a especias aún dominaban el aire.
Omar revisó su busca, un gesto automático desde que Hassan Nasrallah había ordenado a todos prescindir de los teléfonos móviles. Nada nuevo. La pantalla del mensáfono parpadeaba, mostrando el último mensaje recibido. Los miembros de su célula lo usaban para coordinar movimientos, protegerse de la geolocalización. Nadie cuestionaba su uso. Nadie esperaba lo que iba a suceder.
Y entonces, el suelo tembló.
Primero fue un estallido lejano, como un trueno en un día despejado. Después, otro, más cercano, sacudió el mercado. Las piernas de Omar se congelaron. El sonido le llegó antes que el polvo y la metralla. Un grito estalló a su derecha. Se giró, pero no alcanzó a ver de dónde provenía.
—¡Corre! —gritó alguien detrás de él, mientras el mundo alrededor comenzaba a desmoronarse.
Pero Omar no corrió. Algo dentro de él se negó a moverse. La explosión siguiente lo sacudió, lanzándolo al suelo con la fuerza de un puño invisible. El sabor metálico de la sangre llenó su boca mientras su busca, aún en su mano, estallaba en mil pedazos. No tuvo tiempo de pensar en lo absurdo del momento. Solo sintió el calor abrasador que se extendía por su brazo, ahora despedazado.
A su alrededor, el caos tomaba cuerpo. Hombres, mujeres, niños, todos caían como fichas de dominó, empujados por explosiones que parecían no tener fin. Los gritos llenaban el aire, mezclándose con el polvo y el hedor a carne quemada.
—¡Malditos! —gritaba un hombre, tirado junto a un puesto de frutas que ahora se desmoronaba en pedazos, los colores vibrantes de las naranjas y los mangos bañados en sangre.
El siguiente sonido que Omar escuchó fue el chasquido de otro mensáfono, no muy lejos. El eco de la explosión le devolvió la conciencia. Sus oídos zumbaban, su visión borrosa trataba de enfocarse en el desastre que lo rodeaba. La pierna de una mujer, aún en sandalias, yacía a unos metros de su cuerpo.
Quiso moverse, levantarse, pero el dolor lo mantuvo en el suelo. Las explosiones seguían, implacables. Cada buscapersonas era una bomba en potencia, cada segundo un golpe en la cara de la normalidad. Los cuerpos seguían cayendo, el polvo se volvía más espeso, el aire irrespirable.
—¡Levántate! —gritó alguien a su lado. Una mano lo agarró por el hombro, tirando de él hacia arriba. Omar sintió el tirón, pero su cuerpo no respondió de inmediato.
—Mi... mi brazo... —murmuró, mirando el muñón ensangrentado donde solía estar su mano.
El joven que lo ayudaba no respondió. Sus ojos estaban tan llenos de horror que apenas si parecía ver. Era como si ambos estuvieran atrapados en un mal sueño, uno del que no había salida. Al fondo, otra explosión desgarró el mercado, dejando un hueco donde antes había estado un puesto de joyas.
—¡Vamos! —insistió el joven, esta vez con más fuerza, tirando de Omar hasta ponerlo de pie.
El olor a polvo quemado y sudor invadió sus fosas nasales, ahogándolo tanto como el dolor. Trató de caminar, sus piernas tambaleándose como si fueran de plomo. Alguien gritaba por su madre. Otro sollozaba, sosteniendo lo que quedaba de su hermano. El horror era palpable, pesado, denso como una cortina de humo que asfixiaba cualquier esperanza.
—¿Por qué...? —comenzó Omar, pero el joven no lo dejó terminar.
—¡No hay tiempo! —lo empujó hacia un callejón estrecho, lleno de escombros y cuerpos.
El rugido de una nueva explosión resonó a sus espaldas, y Omar no pudo evitar girarse. Lo que vio no se lo llevaría nunca de la mente: los restos de un niño, no más de siete años, esparcidos entre un carrito de juguetes y las ruinas de lo que alguna vez fue un puesto de comida.
Omar tragó el dolor, el miedo, la ira. No había espacio para nada más que sobrevivir. El mensáfono, ese pequeño aparato que una vez fue una herramienta de comunicación, se había convertido en una trampa mortal. Uno tras otro seguían estallando. Cada pitido, cada sonido electrónico, era la antesala de la muerte.
—Están... están explotando todos —dijo con un hilo de voz, mientras el joven lo arrastraba hacia la salida.
—Lo sé. —La voz del joven era un susurro, apenas audible sobre el caos. No había necesidad de explicaciones. Sabían lo que significaba.
Cuando alcanzaron una calle lateral, el silencio fue casi peor que el ruido. Omar se dejó caer contra una pared, jadeando. Sentía el latido ensordecedor de su corazón en sus oídos, el gusto salado de la sangre mezclándose con el polvo que le cubría el rostro.
—Nos... nos están matando con nuestras propias manos —murmuró, mirando el busca destruido en el suelo, el detonador de su propia tragedia.
El joven asintió en silencio. Sabían que las explosiones continuarían, que cada mensáfono en el bolsillo de un amigo o enemigo podía ser el próximo en rugir.
El aire cargado seguía pesando sobre ellos, aunque el rugido de las explosiones había menguado. Omar sentía cada músculo tensarse, una chispa de adrenalina aún corriendo por su sangre, como si en cualquier momento todo fuera a comenzar de nuevo. Se forzó a respirar, a tragar la mezcla de polvo y miedo que lo asfixiaba.
—¿Cómo...? —intentó preguntar, pero no pudo terminar. La pregunta flotaba en el aire, incompleta, irrelevante. ¿Cómo había sucedido? Sabía la respuesta. Israel había encontrado una forma nueva y cruel de atacar, una manera de sembrar muerte desde adentro, desde los propios objetos cotidianos.
—No es momento de preguntas, hermano —dijo el joven, con los ojos entrecerrados, como si intentara bloquear la realidad que los rodeaba—. Tenemos que seguir.
Omar asintió, aunque su cuerpo temblaba, cada movimiento dolía, el brazo ausente era un recordatorio constante de lo que acababa de perder, de lo que todos habían perdido. El sonido de sirenas se alzaba a lo lejos, pero dudaba que hubiera suficientes ambulancias o médicos para arreglar lo que quedaba del mercado. Para lo que quedaba de ellos.
De repente, un crujido. Los dos giraron al unísono. Un busca, el último que Omar vio funcionar, todavía colgaba de la cintura de un hombre que cojeaba hacia ellos, la cara desencajada por el terror. El pitido se escuchó antes de la explosión.
El hombre cayó, su cuerpo volando en pedazos antes de que pudiera entender lo que sucedía. Omar se agachó, cubriéndose la cabeza, sintiendo el calor del estallido golpear su piel. El olor a carne quemada se intensificó. El grito ahogado de alguien resonó, pero fue breve. Todo era breve ahora.
—¡Sigue! —gritó el joven, arrastrándolo otra vez por la calle lateral. Omar no resistió, su mente en blanco, su cuerpo operando solo por instinto.
Corrieron entre los escombros, tropezando con pedazos de vidas destrozadas: una bicicleta pequeña tirada entre cascotes, una bolsa de frutas aplastadas, un zapato solitario. Todo parecía tan absurdamente normal, excepto por el caos que lo rodeaba. El contraste era un puñetazo al alma.
Omar seguía el ritmo del joven, aunque su mente divagaba, buscaba respuestas en el ruido, en el dolor. ¿Cómo podían haber sido tan ingenuos? Habían confiado en esos pequeños dispositivos, en esos mensáfonos que parecían inofensivos, herramientas que les habían servido para evitar el control, para mantenerse invisibles.
—Están jugando con nosotros —murmuró entre jadeos, apenas consciente de sus propias palabras.
—Juegan con todos —replicó el joven, sin detenerse, los ojos fijos en algún punto lejano. Sus pies golpeaban el suelo con una firmeza que Omar envidiaba. Era más joven, más rápido, menos herido. Pero la desesperación era la misma.
Llegaron a una esquina, donde un grupo de personas se amontonaba, cubiertos de polvo, algunos heridos, todos con los ojos amplios de terror. Una mujer acunaba a su hijo, susurros ahogados escapando de sus labios, mientras el niño, inconsciente, parecía haber dejado este mundo. El ambiente estaba saturado de desesperación y resignación, como si la ciudad entera hubiera sido alcanzada por una sola mano cruel y aplastante.
El joven se acercó a uno de los hombres que estaba en pie, un anciano con el rostro surcado de arrugas y cicatrices.
—¿Qué está pasando? —preguntó, aunque la respuesta ya era obvia.
—Muerte... —respondió el anciano, sus palabras arrastrándose como si costaran más de lo que tenía—. Todos esos malditos buscapersonas. Todos van a explotar. Israel... ellos... —Las palabras se desvanecieron, reemplazadas por un largo suspiro.
Omar se tambaleó, sintiendo que su cuerpo estaba a punto de rendirse. Las piernas le temblaban, y el brazo ausente seguía palpitando con un dolor sordo. No quedaba mucho por hacer, excepto sobrevivir, si es que eso aún era posible.
—Tenemos que salir de la ciudad —dijo el joven, con la mandíbula apretada—. No hay otra opción.
Omar asintió, aunque la idea de caminar más, de seguir, lo agotaba solo de pensarlo. Pero quedarse no era una opción. Las explosiones continuarían, las calles seguirían llenándose de gritos, de cuerpos, de humo. Los mensáfonos, esos pequeños mensajeros de muerte, seguían vibrando en cada esquina, esperando la señal para destruir.
—Vamos —murmuró Omar, tragando el miedo, forzando sus piernas a moverse una vez más.
Se levantaron, dejando atrás al grupo que se quedaba en la esquina, algunos demasiado heridos para seguir, otros atrapados en su propio terror. Omar apenas podía pensar en el futuro, en lo que vendría después. El caos no tenía final visible, y el zumbido lejano de un nuevo buscapersonas encendía una vez más el pánico en sus venas.
Pero tenía que seguir.
«He representado bien mi papel en esta comedia que es la vida. ¡Aplaudidme!» (Cayo Julio César Augusto, mas conocido como Augusto nacido el 23 de setiembre del 63 a de C. y de oficio emperador romano. Le atribuyen esa frase como la última que dijo antes de irse a la habitación de al lado. Así que no oyó los aplausos por su marcha… ni los pitos que también los hubo)
Y que cumplas muchos más de los 90 de hoy ¡Ahí es nada! Debe ser el sabor a mar que te hace tan longevo.
Sabor de sal, gust de mar,
en la pell s’hi escriu l’estiu,
amb l’eco suau de l’onada
que porta un petó, que porta un adéu.
Els teus ulls, blaus com l’horitzó,
es perden en el temps passat,
mentre la sorra sota els peus
es desfà, com es desfà el record.
La brisa porta el teu nom,
i amb cada onada el perdo un poc.
El sol crema, però és dolç el foc,
com aquell amor que ja s'ha anat.
Gust de mar, sabor de sal,
queda a la pell, però el cor se’n va.
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