INSTAGRAM O EL FILTRO DE LA REALIDAD
Marta me lo había advertido. “Instagram es como ese bar donde siempre se cuela el ex que no quieres ver, pero en vez de caras, hay filtros. Muchos filtros.” Y, claro, yo, que nunca tomo en serio a Marta, porque Marta siempre tiene algo que decir sobre todo, me dejé llevar. Clic, abrí la app, subí la foto. ¿Resultado? Parecía un alienígena con autoestima al borde del colapso.
Así que ahí estaba yo, jugando con el filtro ese que te cambia los ojos de color. ¿Para qué? No tengo ni idea. A lo mejor esperaba que en el fondo de esos ojos azules de mentira se escondiera la verdad de la vida, o al menos, la respuesta a por qué le siguen subiendo los seguidores a Clara, esa chica del trabajo que come ensalada con cara de que le gusta.
“Boomerang.” Sigo sin entenderlo. ¿En qué momento la humanidad decidió que hacer movimientos repetitivos y absurdos iba a ser cool? Pero ahí estaba Clara, con sus 235 likes, rebotando con su taza de matcha. Mientras tanto, mi intento de hacer un boomerang acabó con el móvil en el suelo, pero nadie se enteró. Al fin y al cabo, solo lo hago por las historias, esas que desaparecen después de 24 horas como si nunca hubieran existido. Un alivio para mi dignidad, la verdad.
"Me siento atacada por los filtros." Sí, así lo describo. Porque una cosa es que te pongas uno para reírte y parecer un cachorrito de perrito triste, pero otra muy diferente es que, de pronto, sientas que ese filtro es tu única opción para que alguien comente algo positivo sobre tu cara. Y ni hablar del filtro ‘natural’. ¿Qué tiene de natural una piel sin poros, ni arrugas? Vamos, que ni las uvas en Navidad son tan lisas.
Decidí hacer un experimento social —porque una tiene que justificarse a sí misma el pasar tanto tiempo en una app—. Subí una foto sin filtro. Ya está, dije. Al desnudo. Veremos qué pasa. Crickets, que es como se dice en inglés cuando nadie te hace ni caso. Los únicos comentarios que recibí fueron de mi madre, preguntándome si había dormido bien, y de un compañero de trabajo sugiriendo que probara algún filtro “suave”. En serio. Suave. Como si existiera tal cosa.
Entonces, ¿qué pasa con los chicos? Mi amigo Lucas dice que ellos no piensan en eso. “Nosotros subimos la foto y listo”, me decía, mientras se ajustaba el gorro para su foto de perfil, y usaba un filtro de esos que hacen que tu cara parezca un dibujo animado. “Es más simple”. Claro, sencillo para él, que sube fotos de su perro y recibe más likes que yo en mi mejor día con luz natural y un filtro ‘Golden Hour’.
En fin, después de horas invertidas en elegir la mejor combinación entre “foto sin filtro pero con buena luz”, llego a la conclusión de que Instagram es como esa fiesta en la que todos se ven guapos, pero no porque sean guapos, sino porque el 90% del tiempo están retocados digitalmente. Y lo peor es que lo sabes, pero igual te sientes mal. Sí, sí, el famoso 'FOMO'. Yo, con 29 años y desarrollando un miedo irracional a perderme una foto perfecta.
«La verdad es siempre revolucionaria» (Vladímir Voinóvich, nacido el 26 de setiembre de 1932 para hacer la revolución pero no le dejaron)
Pues ya no la puedo felicitar más. Desde hace dos que ya emprendió el viaje: con 77
Desafinat
Sota la llum tènue del bar, la guitarra desafinava, però a ningú semblava importar-li. La seva veu, suau com el vent d’estiu, cantava sobre amors trencats i melodies oblidades. Ell la mirava des de la barra, el cor fora de ritme com les cordes que vibraven de manera imperfecta. El desig no sempre sonava com esperàvem. Entre mirades robades i somriures tímids, la dissonància es va convertir en complicitat. I potser, en aquell moment, va entendre que, com la música, l’amor no necessitava ser perfecte per ser bonic. Només havia de sentir-se, encara que fos desafinat.
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