LA SALA DE LA VERDAD
El eco de los pasos resonaba en el mármol frío. Gisèle respiraba hondo, como quien se prepara para sumergirse en aguas profundas. El tribunal estaba lleno, las miradas clavadas en su espalda. Pero no importaba. Había decidido que el juicio sería público, no solo para ella, sino para todas las voces que nunca se escucharon.
Su abogado, Pierre, ajustó sus papeles y la miró por encima de las gafas.
—Estás lista —dijo, más como afirmación que pregunta.
Gisèle asintió. En su pecho, el corazón latía como un tambor. Recordaba cuando todo comenzó. Diez años de silencio. Diez años de ser una prisionera en su propio cuerpo. Hoy, las cadenas que la ataban no eran invisibles, pero por fin había encontrado la llave. No era venganza lo que buscaba. Era justicia. La justicia que nadie le había prometido, pero que había decidido arrebatar para sí misma.
—Es hora.
La puerta de la sala de juicio se abrió, y las voces de los murmullos se silenciaron. La luz entraba desde las altas ventanas, formando haces que iluminaban las cabezas inclinadas de los presentes, como si la misma justicia, cegadora y severa, los envolviera. Los acusados estaban allí. Hombres de diferentes edades, posturas rígidas, algunos evitando su mirada, otros, desafiantes. Pero todos sabían lo que venía.
Dominique estaba sentado en primera fila. No había palabras suficientes para describir el desprecio que sentía al verlo. Había compartido una vida con él, una vida que él había usado como moneda de cambio. Y ahí estaba, su rostro inexpresivo, como una piedra erosionada por años de mentiras.
—¿Gisèle Pélicot? —la voz del juez la llamó al estrado.
Gisèle caminó con pasos firmes, sintiendo el peso de cada mirada sobre sus hombros, pero esta vez no la aplastaban. Subió los escalones y tomó asiento. Sabía que este sería el momento decisivo, el instante en que las palabras cobrarían vida.
El juez inclinó la cabeza hacia ella, su voz era medida, formal.
—La decisión de hacer este juicio público fue suya. ¿Tiene algo que decir antes de proceder?
Gisèle levantó la mirada. Las palabras no serían fáciles, pero eran necesarias. Tomó aire y habló, cada frase era un golpe al silencio que la había ahogado durante años.
—Durante mucho tiempo, fui una sombra. Un espectro en mi propia vida. Este juicio no es solo por mí. Es por todas las mujeres que alguna vez fueron silenciadas, encerradas en el miedo. —Su voz, aunque temblorosa, se fue fortaleciendo—. Hoy, decido que no me esconderé. Hoy, mis cicatrices hablarán por mí.
Dominique alzó la vista en ese momento, una sonrisa fría cruzó su rostro. Pero Gisèle no titubeó. Lo enfrentó con la mirada. Sabía que él ya no tenía poder sobre ella.
—No más secretos —continuó—. No más sombras. La verdad debe ser vista. Todo lo que pasó no puede quedar enterrado en el silencio de una sala cerrada. La luz debe tocar cada rincón oscuro.
Los abogados de la defensa se revolvieron en sus asientos, incómodos. Sabían que el espectáculo de la verdad sería implacable, devastador. Pero Gisèle estaba firme. Había decidido que el mundo conociera lo que había ocurrido, que cada imagen, cada testimonio fuera expuesto.
Pierre, su abogado, le dio una mirada de apoyo antes de levantarse para continuar con el procedimiento. Pero ya no era necesario decir más. La batalla más difícil, la de recuperar su voz, ya la había ganado.
—Gisèle, ¿puedes contarle al tribunal, con tus propias palabras, qué fue lo que ocurrió durante esos años? —la voz de Pierre, su abogado, cortó el aire de la sala, dejando un silencio espeso a su paso.
Gisèle tragó saliva, sus ojos fijos en un punto del suelo, antes de levantar la cabeza.
—Durante diez años... fui violada en mi propia cama —las palabras salieron de sus labios como cuchillos—. Mi esposo me drogaba. Me hacía tomar algo, y yo caía en un sueño profundo, sin poder moverme, sin saber nada de lo que ocurría. Durante ese tiempo, invitaba a otros hombres a abusar de mí. Docenas de hombres... cada uno tomando su turno mientras yo no podía siquiera despertar.
Un murmullo recorrió la sala, pero Gisèle no titubeó. Su mirada estaba fija en Dominique, en ese hombre que había compartido una vida con ella.
—Lo grababa todo. Videos. Fotos. Como si mi dolor fuera un trofeo, como si mi cuerpo no tuviera alma. Diez años... Diez años de silencio. No sabía que era una prisionera hasta que fue demasiado tarde.
Pierre dejó que el peso de sus palabras cayera como una piedra en el agua. El aire en la sala era denso, y el juez apenas se movía, observando cada reacción.
—¿Cómo te enteraste, Gisèle? —preguntó Pierre, sabiendo que cada respuesta desgarraría aún más la historia.
—La policía me mostró los videos —respondió ella, su voz ahora más firme, aunque su dolor era palpable—. Al principio pensé que estaban equivocándose. Pero no. Ahí estaba yo... mi cuerpo siendo utilizado como si fuera un objeto, mi rostro inerte, incapaz de defenderme. Y él, mi esposo, mi cómplice en esto... grabando todo, observando, como si fuera lo más normal del mundo.
La sala entera estaba muda. El peso de lo que Gisèle contaba era insoportable, pero ella seguía adelante.
—Decidí que este juicio fuera público porque no quiero que haya más sombras —su voz se volvió aún más firme—. Porque no voy a esconderme. La verdad debe ser conocida, aunque duela, aunque queme, aunque desgarre. Si me quedo callada, ellos ganan. Y yo no vine aquí a seguir perdiendo.
El juez se aclaró la garganta.
—Se procederá a la presentación de las pruebas.
La sala, que había estado sumida en un tenso silencio, ahora vibraba con la tensión. Cada palabra, cada gesto, eran como chispas en el aire. Gisèle sentía las miradas sobre ella, pero no la intimidaban. Hoy, esas miradas no la juzgaban, la comprendían. Hoy, por fin, el viento de la verdad soplaba a su favor.
Mientras las primeras imágenes se proyectaban en la pantalla, la sala exhaló un suspiro contenido. Gisèle cerró los ojos un momento, no para huir, sino para reafirmar que estaba lista. Porque esta vez, no sería la víctima, sino la que sostenía la luz en un mundo plagado de sombras.
«Ella arrancó de mi solapa una hebra invisible de pelusa (el gesto universal de una mujer para proclamar su propiedad)» (William Sydney Porter, nacido el 11 de setiembre de 1862 y apodado “O. Henry” nos puso en alerta para saber qué piensa una mujer cuando nos quita la pelusa del traje, incluso amorosamente)
Y que cumplas muchos más de los 53 de hoy y espero que aprendas que también tienes que apartarte tu en la calle para que no tropieces con nadie... más fuerte que tu y más educad@.
Simfonia Agredolça
Caminava pels carrers plens de gent, però cada passa que feia semblava buida, com si no portés enlloc. Les mateixes cares, les mateixes rutines. El sol es ponia, tenyint de taronja un món que ja no brillava com abans. Sentia la melodia de la vida, però era una simfonia amarga, un bucle infinit d’esperances perdudes. Volia cridar, córrer, canviar el destí, però el temps l’empresonava en una dolça tristor. Al final, només un pensament: potser, tot i la seva amargor, la vida és aquesta cançó que, malgrat tot, no deixa de sonar.
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