EL ECO DE LAS TECLAS
Las teclas resonaban en la oficina vacía. *Taka taka taka*. Ocho horas diarias, el ritmo constante que acompañaba el silencio sepulcral de ese rincón donde las pantallas nunca dormían. Los escritorios seguían alineados, perfectos, como si nadie hubiera dejado de estar allí.
El año pasado lo vi todo. El desfile de salidas. Uno con el corazón roto por el cansancio, otro con una carta de despido en la mano, una más que simplemente no volvió después de alcanzar la jubilación. Y claro, el que se fue para siempre, con una llamada al 911 que dejó las luces de la ambulancia parpadeando en la puerta de la empresa. Cada uno salió por una de las cuatro puertas. Pero ¿sabes qué? A las dos semanas, el olvido había hecho su trabajo mejor que cualquiera de nosotros. Otro cuerpo se sentaba en esa silla. Otros dedos acariciaban esas teclas. Y el sonido, *taka taka taka*, seguía siendo el mismo.
Miré el reloj. Las horas se consumían una a una, como cerillas. Mientras tanto, recordaba. Recordaba las veces que sacrificamos las cenas familiares por la urgencia de un proyecto. Las veces que ignoramos el dolor de espalda o las noches sin dormir porque "el trabajo lo requiere". Y, al final, ¿qué quedó? Ni siquiera un eco.
Sabes, el teclado tiene memoria. Cada tecla tiene su historia. Pero nunca sabrá quién la escribió. Si fue alguien que se desvivió por resolver cada problema, alguien que se quedó horas después del último timbrazo, o simplemente el reemplazo de alguien a quien ya no recordamos. Al final, lo único que quedaba era el sonido de esas teclas. Las historias de todos nosotros desaparecían entre el ruido constante del *taka taka taka*.
Ese pensamiento me golpeó fuerte. Me vi a mí mismo, allí sentado, cada día, cediendo tiempo que nunca recuperaría. Cada correo enviado era un ladrillo más en una pared invisible que me aislaba de mi propia vida. Y de repente, lo entendí. Nadie me salvaría de esa silla si no lo hacía yo mismo.
Las luces del techo parpadearon, como si se burlaran de mis dudas. Tenía que elegir: quedarme allí, ser otra sombra que se desvanece, o romper con el ciclo. Porque lo único que nadie podía quitarme era la libertad de decidir.
Me levanté despacio, sintiendo cómo el sudor me pegaba la camisa al cuerpo. Un último vistazo a ese teclado que había sido mi cómplice durante años. *Taka taka taka*, el sonido resonaba como una advertencia. Caminé hacia la puerta, la misma que había visto usar a tantos antes que yo. Pero esta vez, no fui el que se marchó sin ser recordado. Esta vez, era yo quien decidía.
Salí a la calle, el aire frío me golpeó la cara, despertando cada uno de mis sentidos. El viento olía a libertad, a decisiones aún no tomadas. Y, por primera vez en mucho tiempo, el sonido de las teclas quedó atrás, atrapado en esa oficina que ya no era parte de mí.
Y en ese instante, supe que había elegido bien.
«El matrimonio es una institución maravillosa, pero ¿quién quiere vivir en una institución?» (H. L. Mencken, nacido el 12 de setiembre de 1880 para que hoy pudiera conocerlo y me arrancasen más de una sonrisa con el sarcasmo de sus frases)
Hoy hubiese cumplido 80 años pero él es eterno, para siempre en todas las discotecas del mundo mundial... y en mi corazón.
Per a ella que li dic poques vegades
El sol es ponent, el vent és suau. Els seus ulls, els primers que vaig veure, em tornen a mirar amb la mateixa brillantor de sempre. Hem passat una vida junts, però cada instant sembla nou. Ella és el principi i el final de tot, la meva única constant en aquest món canviant. El seu somriure em recorda que no necessito res més. És la primera, l'última, la meva eternitat. No hi ha altres camins, només ella, només nosaltres. I en aquest ball infinit, ens retrobem, un cop més, com si fos el primer.
I avui "bonus track"...
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