EL ÚLTIMO VALS
Era 1956, un año de cielos grises y reglas claras. Las paredes de la vieja parroquia de San Juan Bautista estaban cubiertas de carteles que recordaban a los fieles las virtudes de la moral, la decencia y el decoro. Entre esas paredes, una mujer robusta, con un moño apretado y gafas diminutas, organizaba sus papeles con diligencia. Doña Manuela, presidenta de la "Campaña Pro Moralidad", ajustaba sus anteojos cada vez que leía las respuestas a la última encuesta que su comité había distribuido: "¿Qué piensa usted del baile?".
La pregunta no era trivial. Para Doña Manuela y sus aliados, el baile era una manifestación más del descontrol, un resquicio por el que se colaba la inmoralidad en una sociedad que debía mantenerse pura y ordenada. Pero, ¿cómo detener a la juventud que insistía en moverse al ritmo de la música?
La Campaña Pro Moralidad había enviado su cuestionario a maestros, párrocos, alcaldes y, por supuesto, a los padres de familia más conservadores. Las respuestas no tardaron en llegar. "El baile agarrado es una amenaza para las buenas costumbres", sentenciaba un sacerdote. "Las niñas y los niños no deberían estar expuestos a este tipo de distracciones impropias", advertía un alcalde con la mirada severa.
Sin embargo, para los jóvenes, el baile era más que un simple entretenimiento: era su única ventana de escape. Los domingos por la tarde, después de la misa, los salones de baile se llenaban de muchachas con vestidos florales y jóvenes con trajes de lana. Allí, en un ambiente cargado de nervios y expectativas, las parejas se tomaban de las manos, sentían el ritmo, y por un breve instante, olvidaban las reglas.
Juan, un muchacho de 20 años, era uno de esos jóvenes que vivían para esos momentos. Trabajaba en una fábrica de textiles, donde las jornadas eran interminables, y las órdenes, inquebrantables. Los bailes dominicales eran su única forma de liberar la tensión acumulada. Pero esa tarde de setiembre, las cosas eran diferentes.
Al llegar al salón de baile de la ciudad, se encontró con un cartel clavado en la puerta: "Por orden de la Campaña Pro Moralidad, se prohíbe el baile hasta nuevo aviso. Las autoridades han decidido clausurar este espacio por atentar contra las buenas costumbres". Juan, frustrado, rasgó el cartel con un gesto furioso. No podía creer que, una vez más, los guardianes de la decencia hubieran decidido arruinar lo único que les quedaba.
La rabia de Juan no era única. Los rumores corrían por toda la ciudad: la Campaña había decidido intensificar su cruzada contra el baile agarrado. Aquel domingo, la Campaña había convocado a una reunión de emergencia en la misma parroquia. En el salón, Doña Manuela y sus colegas se felicitaban por haber logrado, por fin, imponer el orden. "El baile agarrado es solo el principio del caos", declaraba uno de los militantes de la Acción Católica. "Debemos proteger a la juventud de estos actos indecentes".
Pero no todos estaban de acuerdo. Desde el fondo de la sala, Isabel, una joven profesora del pueblo, levantó la mano. "No creo que el baile sea el problema", dijo con firmeza. "¿De verdad creen que prohibir algo tan inocente como el baile es la solución? Los jóvenes solo buscan divertirse, socializar... ¿No es mejor educarlos en valores que castigarlos por disfrutar de su juventud?"
La sala estalló en murmullos. Los ojos de Doña Manuela se clavaron en Isabel. "El baile agarrado es la puerta a la tentación. No podemos permitir que nuestras niñas y niños caigan en las garras del pecado por algo tan frívolo como mover los pies al ritmo de la música".
Juan, que había logrado colarse en la reunión, observaba desde una esquina, sabiendo que sus palabras no cambiarían nada. Las normas ya estaban impuestas y las consecuencias eran claras: el baile moriría.
Los meses siguientes fueron grises. Los salones de baile permanecían cerrados, y la Campaña Pro Moralidad seguía lanzando su ofensiva contra cualquier manifestación que consideraran indecente. Sin embargo, el deseo de bailar no desapareció. Como en todos los regímenes de control, la represión solo avivó el deseo de libertad.
Las parejas jóvenes comenzaron a organizar bailes clandestinos en graneros, casas deshabitadas y patios traseros. Se corría la voz por susurros en la plaza o en las esquinas oscuras, y poco después de las nueve de la noche, las calles de la ciudad quedaban desiertas. Mientras Doña Manuela dormía tranquila, convencida de que había salvado la moral del pueblo, en algún rincón, las notas de un vals se escapaban al aire nocturno, como una pequeña pero significativa rebelión.
Juan seguía bailando. Sabía que las reglas no cambiarían pronto, pero también sabía que, mientras existiera el deseo de moverse al ritmo de la música, siempre habría un lugar donde hacerlo. En esos bailes clandestinos, las miradas furtivas, las risas contenidas y los roces bajo la luz tenue eran suficientes para mantener viva la chispa de la libertad.
La Campaña Pro Moralidad continuó sus esfuerzos, pero nunca lograron erradicar del todo el baile. La música, al fin y al cabo, no conocía fronteras ni restricciones. Y así, mientras las normas seguían intentando contener el espíritu de la juventud, este seguía encontrando maneras de escapar.
«Uno no reconoce los momentos realmente importantes en su vida hasta que es demasiado tarde» (Agatha Christie del 15 de setiembre de 1890. Cada novela suya era un inquietante viaje hacia la literatura de misterio que, por cierto, la inventó ella)
Y que cumplas muchos más de los 36 siendo la chica más conocida de Disney y seguro que encuentras a alguien con quién bailar. Si es por Manuela, no te preocupes, hace muchos años que se fué... afortunadamente.
Vull ballar amb algú
Sota els llums neons, ella ballava sola, com si el món fos seu. La música la travessava, però el buit seguia al seu costat. Els ritmes no podien omplir el silenci dels seus pensaments. Tothom reia, ballava, s’abraçava. I ella? Esperava. No sabia exactament què, només que necessitava sentir aquell batec compartit, aquella connexió inesperada. Un gest, un somriure... Qualsevol cosa que li recordés que no ballava sola per sempre. Els seus ulls brillaven d’esperança mentre la cançó continuava. Potser aquesta nit, algú ballaria amb ella. Potser aquesta nit, la solitud trobaria un altre final.
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