EL SECRETO DE MARTE
La noche estaba despejada, y Marte, ese punto rojo que parece sangrar en el cielo, colgaba sobre el horizonte como un faro solitario en un océano cósmico. Desde mi lugar en la carretera, el mundo parecía haber enmudecido, y lo único que rompía el silencio era el eco de mis pensamientos. Marte brillaba, distante, pero tan presente como si pudiera tocarlo.
Me imaginé estirando la mano hacia él, y sentí un escalofrío. ¿Qué hay allí? ¿Qué secretos oculta? Las estrellas, frías e indiferentes, no ofrecían respuestas. Sólo Marte, ese planeta desolado, parecía invitarme a descubrirlo. ¿Acaso era un dios durmiente, esperando ser despertado?
El viento mecía los árboles cercanos, pero en mi mente era el aliento del espacio el que susurraba en mis oídos. Un murmullo antiguo, como el de los dioses que habitan la arena roja. Pensé en los canales que los antiguos astrónomos habían visto, o creído ver, trazados por manos gigantescas, tal vez. "Ingenieros colosales", me había dicho una vez un libro. Colosos de otro tiempo, de otro lugar. Pero al final, todo era polvo.
Cerré los ojos un instante. No necesitaba ver a Marte para sentir su presencia. Era como si el planeta estuviera comunicándose directamente conmigo, a través del aire frío que me erizaba la piel. Escuché el sonido del vacío, un zumbido profundo que resonaba en mi pecho, como si el espacio mismo estuviera vivo.
Me pregunté si ese silencio infinito es lo que nos hace buscar. Tal vez, en ese anhelo de explorar Marte y más allá, lo que en verdad buscamos es llenar ese vacío interior que nunca hemos sabido comprender. El misterio que envuelve al planeta es el mismo que nos envuelve a nosotros. Vemos un trozo de roca flotando en el abismo, pero lo que sentimos es la soledad que palpita en nuestras propias almas.
Seguí mirando a Marte, mientras el frío de la noche me abrazaba. Las luces del hotel parpadeaban a lo lejos, pero no me llamaban. Quería quedarme allí, bajo ese cielo estrellado, intentando resolver el enigma de lo desconocido, aunque sabía que no habría respuestas.
El polvo rojo, el silencio, el viento que no existe. Todo en Marte parecía una metáfora de nosotros mismos, de nuestras esperanzas y temores. ¿Por qué buscamos vida en otros mundos cuando aún no hemos comprendido la nuestra? ¿Qué nos impulsa a mirar hacia arriba, hacia un cielo que no nos devuelve la mirada?
Marte seguía allí, inmóvil, indiferente a mis preguntas. El misterio no tenía intención de revelarse esa noche. Y quizás nunca lo haría. Pero mientras caminaba de vuelta al hotel, con el susurro del universo resonando en mis oídos, supe una cosa: el verdadero misterio no está en Marte. Está en la soledad que nos envuelve, en la distancia entre las estrellas y entre nosotros mismos.
Y, como Marte, esa soledad también brilla, rojiza, en la oscuridad.
Al dar el primer paso hacia el hotel, algo cambió. El viento se detuvo de golpe, como si el mundo entero hubiera contenido la respiración. Me giré, sin saber bien por qué, pero lo que vi me dejó clavado al suelo. Marte ya no era un simple punto en el cielo. No. Brillaba más fuerte, más cerca, como si su luz hubiera atravesado años luz en un segundo.
Sentí una vibración bajo mis pies. La tierra temblaba, pero no era un terremoto. Era como si algo debajo de mí quisiera salir a la superficie, abrirse paso desde lo más profundo. El aire comenzó a oler a metal, un aroma que se mezclaba con una extraña humedad que no pertenecía a esa noche seca. Todo en mí gritaba que debía correr, pero no pude. Algo, una fuerza indescriptible, me mantenía en mi sitio.
De repente, una columna de luz roja se disparó desde el horizonte, directamente hacia Marte, como un rayo invertido, conectando la tierra y el cielo en un solo golpe. El zumbido que había oído antes creció en intensidad, convirtiéndose en una vibración tan fuerte que me hizo caer de rodillas. Las luces del hotel parpadearon frenéticamente antes de apagarse, dejando la carretera sumida en una oscuridad inquietante, solo rota por ese haz de luz entre Marte y la Tierra.
Y entonces lo vi.
No sé cómo explicarlo, pero algo emergió de esa luz. Una figura, o más bien una sombra, descendía desde el cielo, como si Marte estuviera derramando parte de sí mismo sobre nosotros. Era alta, imponente, y completamente incomprensible. No tenía una forma concreta, pero al mismo tiempo, parecía adoptar todas las formas posibles: una silueta humana, una criatura grotesca, un destello de energía pura.
Mis sentidos se desbordaron. Podía oír el roce de cada átomo a su alrededor, como si estuvieran celebrando su llegada. El aire tenía un sabor amargo, metálico, y mi piel sentía el calor del rayo, aunque estaba a metros de distancia.
La figura se quedó flotando unos metros sobre el suelo, inmóvil. No tenía rostro, pero podía sentir su mirada sobre mí, perforándome. No había miedo, curiosamente, solo una especie de reconocimiento. Como si todo esto hubiera estado destinado a suceder, como si siempre hubiera sabido, en el fondo de mi mente, que Marte no estaba tan lejos como pensábamos.
"Finalmente", escuché, pero no con mis oídos. Era una voz dentro de mí, profunda, vieja, como si viniera de algún rincón olvidado del universo. "Nos habéis estado observando todo este tiempo, pero ahora, somos nosotros quienes os observamos a vosotros".
Intenté moverme, decir algo, pero mi cuerpo no respondía. La figura extendió una mano—o lo que parecía una mano—y sentí un tirón en mi pecho, como si algo invisible estuviera tratando de extraerme. Un recuerdo, tal vez, o un fragmento de mi alma. Y entonces entendí. No éramos los únicos curiosos en este juego cósmico. Nosotros habíamos escrutado Marte, buscado sus secretos, pero lo que nunca habíamos sospechado era que Marte también nos estaba buscando a nosotros.
El rayo de luz se apagó de repente, dejando una sensación de vacío absoluto. La figura se desvaneció tan rápido como había llegado, y Marte volvió a ser solo un punto rojo en el cielo. Pero algo había cambiado. Sentía el eco de la presencia que había descendido, latente, dentro de mí. No estaba solo.
Con las piernas temblorosas, me levanté y caminé hacia el hotel, pero el camino se sentía más largo, más incierto. Al mirar de nuevo a Marte, no era solo un planeta distante. Era un ojo, vigilante, que nos había encontrado. Y yo, en ese momento, supe que no volvería a ser el mismo.
«La verdadera igualdad no es tratar a todos de la misma manera, sino reconocer y respetar las diferencias» (Nicolas de Condorcet, nacido el 17 de setiembre de 1743 unos años antes de la Revolución Francesa de la que fue uno de sus inspiradores. Y como todo buen filósofo fue matemático y al revés)
Hoy hubiese cumplido 37 años pero se quedó en los 34 tras una estúpida caída en un hotel de Atenas fotografiando la luna llena...
Renaixement en Llàgrimes
El cel s’obria com una flor trencada, i les gotes, lentes, caien com si fossin paraules callades massa temps. "Plorar està bé", em deia, tot i que feia anys que no deixava que els meus ulls es confessessin. El mirall em tornava una mirada que no reconeixia, un reflex que em cridava a ser qui havia estat abans. Vaig plorar. I en cada llàgrima hi havia una mica d’aquell dolor amagat. En aquell moment, vaig entendre que trencar-se no era debilitat, sinó l’inici de tornar a néixer. I el silenci es va omplir de música.
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