EL COMETA QUE NADIE VERÁ
12 de octubre del año 82024, el cometa Tsuchinshan-ATLAS se preparaba para hacer su reaparición estelar. La última vez que había sido visto fue el 12 de octubre de 2024, cuando el mundo estaba preocupado porque no le cayera un misil encima. Pero el cometa sobrevivió a esos tiempos caóticos. Ahora, finalmente, estaba de vuelta, dispuesto a deslumbrar a cualquiera que tuviera la suerte –y los ojos– para verlo.
El problema era... ¡no había nadie!
La Tierra se había transformado en una postal silenciosa, un lugar en el que los edificios habían olvidado para qué servían, y las autopistas se habían convertido en camas para los helechos que ahora dominaban el panorama. La especie humana, tan dramática y pasajera, se había esfumado del escenario. Se dice que los últimos humanos se marcharon hace unos cuantos milenios, buscando mejor clima en algún rincón menos radiactivo de la galaxia. O quizás simplemente se aburrieron del vecindario y se mudaron sin dejar dirección.
Tsuchinshan-ATLAS no estaba enterado de esos detalles. Su cola de polvo se expandía majestuosa mientras cruzaba los cielos donde, una vez, miles de personas habían aguantado la respiración, mirando con expectación. Ahora sólo había un par de zorros que bostezaban bajo la luz del crepúsculo y, en lo que quedaba de la torre Eiffel, un enjambre de abejas que parecían mucho más interesadas en encontrar flores que en observar espectáculos cósmicos.
—¿Crees que alguien nos verá esta vez? –murmuró el cometa, lleno de optimismo.
Pero la gravedad no le contestó. Ella estaba ocupada, empujando montones de escombros hacia el suelo, como siempre hacía. Los cometas no entendían de soledad, claro, pero quizá el Tsuchinshan-ATLAS comenzaba a tener una vaga idea de cómo se sentía ser invisible. Aunque su brillo alcanzara niveles que rivalizaran con los antiguos faros de la humanidad, no había ojos que lo apreciaran.
Sobrevoló lo que solía ser Nueva York, su cola centelleando con la esperanza de que alguien, ¿algo?, lo viera. Pero lo único que lo observó fue una tortuga de tres cabezas que había salido a buscar su cena. La tortuga levantó una de sus cabezas y la bajó sin demasiada impresión.
—¿Un cometa? Vaya, sí que hemos visto cosas raras desde el Gran Abandono –se dijo la tortuga a sí misma, en un tono que nadie escuchó.
Y así, Tsuchinshan-ATLAS se deslizó por el cielo, resplandeciendo con el entusiasmo de un cantante que actúa ante un teatro vacío. Pero, al fin y al cabo, no le importaba mucho. Su misón no era ser visto. Su misión era ser. Ser un cometa, brillar, pasar junto al planeta que un día lo había mirado con maravilla, aunque nadie lo estuviera viendo ahora.
Porque, si algo tenía claro el cometa, era que la humanidad podría haber desaparecido, pero el Universo seguía siendo tan loco y hermoso como siempre. Y, con suerte, en otros ochenta mil años, quizá habría otra especie con binoculares listos para maravillarse.
Por ahora, las tortugas de tres cabezas bostezaban, las abejas zumbaban y el cometa cruzaba los cielos, dejando tras de sí una estela de polvo brillante que, aunque nadie viera, seguía siendo la cola más hermosa del siglo.
«No anheles impaciente el bien futuro: mira que ni el presente está seguro» (Félix María Samaniego, nacido el 12 de octubre de 1745 para introducirnos en un mundo lleno de moralejas)
Hoy sin aniversarios ni defunciones. Símplemente una canción que le va al relato.
Odisea espacial
Major Tom flotava, la Terra, una petita esfera blava sota els seus peus, un punt de vida insignificant en la immensitat de l'espai. Tot semblava perfecte, el control de la missió li parlava amb veu tranquil·la, li asseguraven que tot anava com previst. Ell, però, sabia la veritat. Un cable desconnectat, una fallada elèctrica, una dèria humana d'assolir l'impossible. Ara era lliure, totalment sol, envoltat d'estrelles fredes i silenci infinit. Va somriure per darrera vegada mentre la veu al comunicador es dissolia en soroll blanc. Potser, pensà, el buit no era tan diferent de casa seva.
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