domingo, 13 de octubre de 2024

LA CIENCIA Y LA CABRA

 


Había llegado a Milford buscando algo. Al principio no sabía qué, solo que necesitaba escapar de las deudas, de los errores del pasado, de esa sensación constante de estar siempre al borde del precipicio. Cuando vi el anuncio de "Se necesita un médico", pensé que quizás ese pequeño pueblo olvidado de Kansas me daría una oportunidad de empezar de nuevo.

No fue así.

Milford no era más que un montón de casas esparcidas en un mar de polvo. Ni carreteras pavimentadas, ni electricidad, ni siquiera un sistema de alcantarillado. Apenas doscientos habitantes y menos recursos de los que yo había tenido en mi vida. Pero allí estaba, con Minnie, mi esposa, a mi lado, llorando de frustración porque su vida también se había convertido en este desastre polvoriento.

Dos semanas después, casi sin pacientes, entró el granjero.

Parecía derrotado, como muchos otros que había visto antes. La virilidad perdida es un peso que pocos hombres pueden llevar con dignidad, y él no era la excepción. No recuerdo bien cómo comenzó la conversación, pero su queja fue tan común como predecible.

—No he tenido una erección en meses, doctor —me dijo, con la voz baja y el rostro enrojecido de vergüenza—. Es como una llanta pinchada.

Lo escuché mientras jugueteaba con el cigarrillo entre mis dedos. Por supuesto, había oído esa historia antes. La impotencia, el declive físico, el miedo de no ser ya lo que un día fueron... Es el tipo de debilidad que carcome a un hombre desde dentro. Yo mismo había visto muchas variantes de ese mismo problema en los últimos años, y hasta ese momento, nada había funcionado realmente. Sueros, electricidad, medicinas: todo era inútil.

—La ciencia médica no tiene una solución para su problema —le dije, casi de manera automática.

Fue entonces cuando, por casualidad, vi a las cabras por la ventana. No era la primera vez que las observaba, pero en ese momento, algo hizo clic en mi mente. Las cabras, esos animales tan vigorosos, siempre llenos de energía, siempre listos para aparearse. La idea me vino tan rápido que apenas me di cuenta de lo que decía.

—Si fueras un macho cabrío, no tendrías ese problema.

Lo dije como una broma, sin pensarlo demasiado. Pero el granjero me miró de una manera que hizo que el aire en la habitación se tensara. Había algo en su mirada, una desesperación, un hambre por la respuesta que le acababa de dar, aunque fuera absurda.

 —¿Y si tuviera los testículos de un macho cabrío? —preguntó, su voz quebrada pero decidida.

Lo miré, analizando la situación. Por supuesto que la idea era ridícula. Trasplantar órganos de una cabra a un hombre... cualquier médico de verdad habría cerrado la puerta a esa posibilidad. Pero no era la primera vez que jugaba con lo absurdo. Había vendido pociones milagrosas en espectáculos ambulantes, me había movido entre el charlatanismo y la medicina lo suficiente como para saber cuándo una oportunidad me estaba mirando a los ojos.

—Podría matarte —le advertí. Esa parte era cierta.

—Vale la pena el riesgo —respondió sin vacilar.

En ese momento, tomé la decisión. Había algo casi poético en la idea de devolverle a un hombre su virilidad con el poder de un animal tan primitivo. Y si funcionaba... bueno, las posibilidades eran infinitas.

Esa noche, bajo la oscuridad, el granjero trajo una cabra a mi clínica. No fue un procedimiento complejo, al menos no en lo que respecta a la técnica. Dos incisiones, un trasplante rápido, y las pezuñas de la cabra resonando en el suelo de madera mientras yo trabajaba. Todo el tiempo, el granjero yacía en la camilla, su respiración pesada y su rostro pálido. Podía oler el sudor, el miedo, pero también algo más: la esperanza. Esa emoción que los hombres desesperados tienen cuando están dispuestos a probar cualquier cosa.

Cuando terminé, observé al granjero y sentí una extraña satisfacción. Sabía que lo que había hecho era peligroso, quizás hasta insensato. Pero si él sobrevivía, si realmente recuperaba su virilidad... esto podría ser el comienzo de algo mucho más grande.

Y lo fue.

Dos semanas después, el granjero regresó, más animado, con un cheque de 150 dólares en la mano y una sonrisa que no podía borrar de su cara.

—Me siento como un hombre nuevo, doctor. Si pudiera, le pagaría diez veces más.

Eso fue todo lo que necesité. No solo había sobrevivido, sino que creía que su vida había cambiado. La historia comenzó a extenderse. Otro hombre llegó poco después, luego otro, y otro más. Todos querían lo mismo: volver a sentirse vivos, volver a ser hombres.

No había límites. Cuando una mujer vino pidiendo que le implantara un ovario de cabra, no dudé. ¿Por qué detenerme ahora? Todo el pueblo, y pronto el estado, comenzó a verme como una especie de mesías. Les ofrecía lo que la ciencia tradicional no podía: una respuesta a su más profunda desesperación.

Con cada operación, mi cuenta bancaria crecía, pero también lo hacía mi orgullo. Los rumores volaban rápido, y aunque algunos decían que lo que hacía era una farsa, mis pacientes no se quejaban. Al menos, no al principio.

Claro, con el tiempo comenzaron los problemas. Las complicaciones. Las muertes. Pero para cuando todo eso comenzó a hundirme, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. La rueda ya giraba, y yo estaba en el centro de todo.

Moriré sabiendo que fui más que un médico. Fui un pionero, un hombre dispuesto a desafiar los límites de la medicina, incluso si esa medicina estaba más cerca de la charlatanería que de la ciencia. Pero en esos momentos, cuando mis pacientes salían de mi clínica con la cabeza alta y una nueva vida por delante, ¿quién podía decir que no había hecho algo grande?

«En política se puede meter la pata, pero no la mano» (Darío Echandía, nacido el 13 de octubre de 1897 para ser tres veces presidente de Colombia y ninguna de ellas elegido por el voto popular. Vamos, como los borbones. Yo le diría que por aquí algun@s hacen las dos cosas)

Y que cumplas muchos más de los 80 de hoy aunque deberás a empezar a dormir un poco más.

Insomni

Els números del rellotge ballaven davant dels seus ulls mig tancats. 03:25 o potser 03:24, la diferència era insignificant. Els pensaments giraven en cercles, atrapats entre la son i la vigília, mentre l'agulla del rellotge seguia el seu camí implacable. Una espurna de llum travessava les cortines, anunciant que el dia s'acostava. Havia de fer alguna cosa —escriure, compondre, potser tan sols respirar— però les paraules es perdien entre els números. Les hores no importaven, ni els minuts. Només una cosa era clara: encara quedava temps, però no gaire. 25 o 6 per arribar a les 4. I encara res.

 

 

 

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