viernes, 25 de octubre de 2024

 EL CONGRESO DE LOS IMPUTADOS E IMPUTADAS

El juez Romualdo observaba el panorama desde la puerta del antiguo Congreso. El edificio respiraba el olor a humedad y a tinta seca de los documentos olvidados, los rumores sobre el traslado habían llegado a ser tan insistentes como los trinos de las palomas en las cornisas. Miró a su alrededor con los ojos entrecerrados, intentando imaginar cómo sería todo cuando finalmente ejecutaran la mudanza al Tribunal Supremo. Su despacho se convertiría en algo así como la sala de plenos de la flamante institución llamada "Congreso de los Imputados".

—¿Qué opinas, Romualdo? —le preguntó el alguacil Antonio, que caminaba a su lado mientras daba sorbos a un café aguado, cuyo olor invadía la atmósfera de la entrada. Había algo tragicómico en esa escena, como si el café fuera testigo del inicio del fin de algo que no había empezado del todo bien.

—Que ya era hora, Antonio —respondió Romualdo con una sonrisa torcida—. Este es el lugar perfecto para ellos. Tienen la costumbre de mentir, de prometer sin cumplir, y sobre todo, de delegar. Creo que aquí se sentirán cómodos, entre expedientes, legajos y la voz omnipotente del águila bicéfala.

El juez pasó su mano por la barandilla de la entrada, recogiendo el polvo acumulado. Ese polvo, pensó, simbolizaba el residuo de lo que alguna vez fue la democracia; una mezcla de decisiones, intereses y engaños apilados durante décadas. Lo irónico, claro, era que todos los papeles habían pasado por sus manos —o las de sus colegas—. Pero ahora, no solo él juzgaría a esos políticos que caminaban como fantasmas por el edificio, sino que también podría tomar el timón de ese barco a la deriva.

—Romualdo, dime que no te estás planteando lo que creo —Antonio entrecerró los ojos, mirándolo con esa mezcla de sorna y curiosidad—. Te veo con cara de candidato. ¡No me digas que quieres meterte a político!

—¿Y por qué no? —Romualdo se rió entre dientes—. Ya ves que no hace falta ser muy competente para hacerlo bien. Solo hay que tener algo de mano dura y mucha paciencia. Mira a estos diputados, cada vez más confundidos entre sus propios papeles de defensa y ataque. Lo que necesitan es a alguien que entienda las reglas del juego de verdad.

Antonio soló una carcajada mientras sacudía la cabeza.

—¿Jueces haciendo política? ¡Si eso es justo lo que nadie quiere! Ya sabes, la imparcialidad, la justicia y todo eso...

—Antonio, a estas alturas ¿qué diferencia hay? —dijo Romualdo, encogiéndose de hombros—. Tal vez la política necesita menos promesas vacías y más sentencias justas. Además, si ya se van a instalar en mi tribunal, al menos me aseguraré de que haya algo de orden.

El viento de la tarde se colaba entre las columnas del Congreso, llevando consigo hojas sueltas de documentos, como si quisieran escapar antes de quedar atrapadas en ese remolino de decisiones truncadas. Romualdo miró a lo lejos, hacia el Tribunal Supremo, donde pronto se verían mezclados jueces y políticos, hasta no saber dónde empezaba uno y terminaba el otro. La duda surcó su mirada: ¿quizás el futuro necesitaba menos políticos y más jueces dispuestos a ensuciarse las manos?

Antonio terminó su café de un trago.

—Si al final te presentas, Romualdo, seré el primero en votarte. Pero solo si prometes poner café del bueno en la máquina del Tribunal. Este es peor que un veredicto de culpabilidad.

Romualdo soltó una carcajada sincera, una que resonó entre las paredes vacías.

—Hecho, Antonio. Café bueno para todos. Y un poco de justicia, de paso. La nuestra, por supuesto.

La tarde cayó sobre el edificio, y con ella se deslizó la posibilidad. La posibilidad de que tal vez, solo tal vez, los jueces ocuparan un lugar distinto. Y de que las decisiones futuras no se dictaran solo por votos, sino también por la balanza que Romualdo conocía tan bien.

Quizás. Tal vez. Todo dependía de si tenía el valor de cruzar esa puerta y asumir el riesgo.

«La libertad no puede ser concedida graciosamente, tiene que ser conquistada gloriosamente» (Max Stirner, nacido el 25 de octubre de 1806 para inclucarnos la cultura del esfuerzo en conseguir la libertad... y sin pasar por el juzgado)

Y hoy hubiese cumplido 83 años pero se quedó en 78 dejándonos uno de los primeros himnos feministas que hoy, más que nunca, conviene recordar.

Sóc dona

Sóc dona, i el món tremola al meu pas. Amb cada pas, desafiant les expectatives, arrenco cadenes invisibles. La meva veu ressona com un eco en les muntanyes, recordant que la força no és només física, sinó també d'ànima. Cada somriure és una revolució, cada llàgrima, un record de les batalles lluitades. En un món que intenta silenciar-me, ballo amb la llibertat i crido: "Sóc dona, i això és poder!" El meu cor batega amb la força de mil veus, i res no em detindrà.




 

 

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