EL PUNTO DE PENALTI
La directiva del Fútbol Club Barcelona tenía un problema. No era el tipo de problema que se resuelve con un fichaje estelar ni con un cambio de entrenador, no. Era un problema mucho más sofisticado, uno que se extendía como una sombra sobre el verde del campo: los penaltis. Y no es que el Barcelona no tuviera talento para evitarlos, más bien era que, según la teoría imperante en el club, el Real Madrid había descubierto un tipo de magia oculta que hacía aparecer puntos de penalti como champiñones después de la lluvia.
—Señores, necesitamos una jugada maestra—dijo el presidente en una reunión urgente de la directiva, rodeado de hombres con trajes caros y sonrisas tensas.
—¿Una jugada maestra? —preguntó uno, alzando una ceja—. ¿Como fichar a otro delantero brasileño?
—No, no —el presidente negó con la cabeza, impaciente—. Necesitamos algo... más definitivo.
Una pausa pesada se extendió sobre la sala de reuniones. Se oía el zumbido del aire acondicionado, el tic-tac del reloj en la pared, y la respiración contenida de los directivos. Entonces, una voz, casi un murmullo, rompió el silencio.
—¿Y si eliminamos el punto de penalti?
Los presentes giraron la cabeza hacia el rincón de la mesa. Era Carles, el arquitecto responsable del diseño del nuevo Camp Nou. Aún llevaba los planos enrollados bajo el brazo y miraba a su alrededor como si no estuviera seguro de si había hablado en voz alta o solo en su mente.
—¿Eliminar el punto de penalti? —repitió otro directivo, incrédulo—. ¿Estás sugiriendo... que no haya punto desde el que pitar penaltis?
—Exacto —dijo Carles, alzando la barbilla, comenzando a saborear el poder de la idea—. Si no hay punto, ¿desde dónde van a lanzarlo?
La sala quedó en silencio por un momento. Entonces, el presidente comenzó a reír. Primero fue un murmullo, luego una carcajada que resonó por toda la sala. Y como si fuera contagiosa, pronto todos estaban riendo, golpeando la mesa con las palmas, imaginando a los árbitros buscando desesperadamente un punto que simplemente ya no existía.
—Es una jugada maestra —dijo el presidente, secándose una lágrima—. Una jugada maestra digna del Barcelona.
Y así fue como el nuevo Camp Nou se convirtió en el primer estadio de la historia en no tener punto de penalti. Los obreros se acercaban al césped, se detenían a medio camino y se rascaban la cabeza, preguntándose si se habían olvidado de algo, pero Carles estaba ahí para asegurarse de que todo se hiciera según el plan. "Nada de puntos", decía, mientras se paseaba por el campo como un general en su territorio.
El primer partido en el nuevo estadio fue histórico. No por la calidad del juego, ni por el título en juego, sino porque el árbitro, tras una falta dudosa, corrió hasta el área, silbato en boca, señalando hacia el suelo... y luego se quedó mirando fijamente, perplejo. Buscó el punto, pateó el césped, se inclinó para examinarlo más de cerca, pero allí no había nada. Nada más que un prado verde y perfecto, sin señales del fatídico círculo blanco.
—¿Y ahora qué? —preguntó el comentarista en la cabina, riendo entre dientes—. Parece que tendremos que inventar una nueva regla para esto.
Los aficionados se reían, los jugadores se miraban unos a otros sin saber qué hacer, y en la tribuna de honor, los directivos del Barcelona sonreían satisfechos. “Competir en igualdad de condiciones”, pensó el presidente, “no significa que tengamos que jugar limpio, solo que el terreno de juego nos favorezca un poquito más”.
La mañana siguiente, la prensa no hablaba de otra cosa. "¡Desaparición misteriosa del punto de penalti!", "¿Coincidencia o estrategia azulgrana?", "El Camp Nou se pasa de listo". Las tertulias se llenaron de teorías, algunas más descabelladas que otras: ¿Un grupo de duendes catalanes había robado el punto? ¿Era una declaración política? ¿Quizá solo una reivindicación para que el fútbol volviera a ser menos matemático y más caótico?
Lo que estaba claro era que el Barcelona había vuelto a marcar tendencia, esta vez no por su tiki-taka, sino por su ingenio para jugar con las reglas sin romperlas del todo. Y, entre risas, el presidente pensó que, quizá, había algo más satisfactorio que ganar: ver cómo el mundo entero se rompía la cabeza intentando entender cómo.
—Carles, ¿has pensado en quitar también los córners? —preguntó el presidente al arquitecto, mientras observaban el campo desde la tribuna.
Carles sonrió, mirando al horizonte.
—Deje que le cuente, presidente, tengo unas ideas para las porterías que le van a encantar.
«Las personas como tales no existen: todas son ‘cosas concebidas’» (John Leofric Stocks, nacido el 26 de octubre de 1882 para ascendernos a la categoría de cosas. Otros no llegaran a ser más que bultos)
Y que cumplas muchos más de los 57 de hoy sin desesperar. Encontrarás un amor posible y verás que, en el amor, todo es posible.
Amor impossible
Ell estimava algú que mai podria estimar-lo igual. Era com si intentés atrapar el vent amb les mans, com si les estrelles mai fossin prou a prop per tocar-les. Cada somriure d'ella era un regal i cada paraula, un record que s'esvaïa abans de poder abraçar-lo. I ell ho sabia, sabia que estimar algú que no pot estimar-te de la mateixa manera és com plantar flors a la sorra. Però, tot i això, continuava. Perquè, per molt impossible que fos, estimar-la era l'única manera que ell coneixia de ser lliure.
No hay comentarios:
Publicar un comentario