sábado, 5 de octubre de 2024

 EL ECO DE LAS PIEDRAS

El sudor resbalaba por la frente de Nura mientras sus manos, ásperas como la tierra misma, tanteaban la superficie del dolmen recién erigido. Las piedras, frías y firmes, parecían devorar la luz de la tarde, convirtiendo el lugar en un santuario de sombras. No había viento. Solo el eco de las aves lejanas rompía el silencio. Cada vez que su piel rozaba el granito, sentía el peso de las generaciones que habían levantado esas moles. No solo piedras, sino guardianes. Su padre, jefe del clan, había repetido las mismas palabras al atardecer anterior: "La muerte nos observa, pero nosotros guiamos su mirada."

Nura se arrodilló junto a la entrada de la cueva mortuoria. La roca tallada frente a ella respiraba siglos de fe. "Aquí yace la esperanza de nuestra tribu", pensó, mientras su madre, Saara, sostenía en sus brazos el cuerpo de Karam, su hermano menor, muerto en la última estación. Las flores secas en sus manos se quebraban entre sus dedos, liberando un aroma a resina y despedida que llenaba el aire con su tristeza.

—Este lugar lo protegerá, Nura— dijo Saara, con los ojos clavados en el hueco oscuro de la cueva. — Estas piedras no olvidan, igual que el río no detiene su curso. 


Nura asintió, aunque no podía apartar la sensación de vacío que la invadía. El sonido de las aves lejanas parecía estar cada vez más cerca, como si el cielo intentara advertirles de algo. Los ancianos les habían enseñado a venerar los sepulcros. La muerte, decían, solo era el primer paso de un largo viaje. Pero algo en el aire esa tarde olía a fin. A permanencia. El aroma húmedo y terroso de la cueva le hizo pensar en la carne que pronto se convertiría en polvo, en el eco de los pasos de Karam que nunca volverían a oírse.

Saara, con movimientos precisos, acomodó el cuerpo del niño entre las piedras, en el centro del dolmen, donde los espíritus y la tierra convergen. Al contacto con la fría piedra, los labios de Karam, aún teñidos de juventud, parecían susurrar un secreto antiguo, algo que el viento jamás llevaría lejos. "¿Dónde estás ahora?", pensó Nura. ¿A dónde va el alma cuando el cuerpo ya no responde?

Entonces lo sintió. Un rumor. Una vibración profunda que se extendía desde las entrañas de la tierra hacia las piedras, como si el dolmen despertara con el peso de la ofrenda. Las piernas de Nura temblaron. "Las piedras no están vacías", pensó. Su mirada buscó a su madre, pero Saara permanecía inmóvil, susurrando palabras en una lengua antigua que solo las rocas podían comprender.

El olor a humo llenó el aire. Era una señal. Las antorchas que rodeaban la cueva empezaban a extinguirse, pero no por el viento, sino por un aliento oscuro que parecía emanar desde el centro de la tierra. Nura apretó los dientes y dejó que sus dedos rozaran el dolmen, buscando consuelo en su dureza.

—Nura—, la voz de su madre rompió el hechizo de la noche. — Ven. Las piedras lo protegen ahora. Nosotros... nosotros solo debemos recordar.

Pero Nura no podía apartarse. Había algo en esas piedras, algo que llamaba. Una fuerza antigua que la arrastraba hacia el umbral. Cerró los ojos y dejó que el aire fresco acariciara su rostro, mezclado con el aroma de la resina quemada y la tierra húmeda. En ese instante, supo que las piedras no solo guardaban cuerpos. Guardaban sueños, susurros, recuerdos. Y también esperanzas.

—Algún día, pensó Nura, seré yo quien descanse bajo ellas.

El eco de su pensamiento reverberó entre las rocas, como si la misma tierra la escuchara, como si los muertos que yacían en las entrañas de la cueva hubieran despertado con sus palabras. Las piedras no eran mudas, no estaban dormidas. Eran las guardianas de todo lo que alguna vez existió y de lo que vendría después.

Con un último vistazo a su hermano, Nura se apartó de la entrada, dejando que las piedras cerraran el círculo. Mientras se alejaba, sintió la vibración en sus pies, un pulso tenue, como el latido de un corazón enterrado. El aire cargado de incienso y muerte acariciaba sus mejillas. Sabía que algún día volvería. Que esas piedras, frías y silenciosas, la esperaban también a ella.

Y entonces, todo quedó en silencio.

«Más allá del mundo, no hay ni un lugar de paz ni un lugar de tormento, sino sólo la nada» (Philipp Mainländer, nacido el 5 de octubre de 1841 para ser un infeliz toda la vida, por eso se hizo filósofo)

Catorce años hace que se fue a la habitación de al lado; con 47 y allí se encontraría con su otra alma. Por una sola vez.

Una vida, una ànima

Una vegada, en un racó perdut del món, dues ànimes es van trobar. El temps semblava aturar-se, com si només ells existissin. No hi havia res més, només el pes d’una sola vida compartida. Sabien que no hi hauria un segon acte, que l’eternitat no els estava promesa. Però no importava. Cada mirada, cada gest, portava la força d’un univers en miniatura. Es van aferrar l'un a l'altre, amb la consciència que un dia el món els separaria. Però, per ara, eren infinits dins d’un instant. Una sola vida, una sola ànima... fins que el silenci ho prengués tot.


 

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