domingo, 6 de octubre de 2024

EL ECO DE LAS PIEDRAS, 5000 AÑOS DESPUÉS

El aire del amanecer se colaba entre los pinos, acariciando el rostro de Julia mientras sus botas crujían sobre las hojas secas del sendero. Se detuvo frente al dolmen, la mole de piedra que parecía desafiar el paso del tiempo, erguida, sólida, como si las manos que la levantaron hace miles de años aún la sostuvieran. Su hermano, Sergio, caminaba unos metros más atrás, ajustándose la mochila y murmurando sobre los turistas que invadían cada rincón histórico.

—Mira esto, es como si pudieras escuchar susurros—, dijo Julia, sin girarse. Estiró la mano hacia la piedra, su superficie áspera bajo los dedos la conectaba, de algún modo, con algo más allá de lo visible. Un escalofrío le recorrió la columna. — ¿No te parece que todo aquí tiene... una energía distinta?

—No empieces con tus cosas de energías y auras, por favor—, respondió Sergio, sin demasiado interés, mientras encendía un cigarrillo. —Es solo una piedra, Julia. Una piedra enorme, pero una piedra al fin.

Julia le lanzó una mirada de reojo, pero no discutió. Sabía que él no lo entendería. Había algo en ese lugar, algo que no se sentía en ningún otro. Cerró los ojos y dejó que el olor de la vegetación húmeda, el pino y la tierra fresca la envolvieran. Podía oír el crujido de las ramas a lo lejos, el susurro del viento acariciando las rocas. Se acercó más al dolmen, inclinándose un poco para ver la entrada de la cueva mortuoria.

 

 —¿Te imaginas cuántos cuerpos han pasado por aquí?—, murmuró, casi para sí misma. —Cuánta gente vino, dejó a sus muertos y luego se fue, sabiendo que nunca más los verían.

Sergio apagó el cigarro en el suelo, lanzando el filtro al lado de un arbusto.

—Bueno, es un cementerio antiguo, Julia. La gente ha muerto desde siempre. No es tan complicado.

—No lo entiendes,— insistió ella, con el pulso acelerado. —No es solo un cementerio. Es un lugar de paso, como si aquí se conectara algo más. Algo...—. Su voz se apagó mientras sus ojos seguían fijos en la oscuridad de la cueva. El frío que irradiaba desde la roca le heló la piel. —...vivo.

Sergio frunció el ceño, notando el cambio en la voz de su hermana. Se acercó con pasos pesados y se inclinó junto a ella, mirándola por primera vez con seriedad.

—¿Estás bien?— preguntó, la preocupación asomando en su tono.

Julia no contestó de inmediato. Las sombras de la cueva parecían más profundas de lo que deberían. Podía sentir el aliento de la tierra subiendo por sus piernas, un susurro imperceptible que atravesaba las piedras y tocaba algo en su interior, algo antiguo. De repente, el olor a resina quemada llenó el aire. Un aroma espeso y denso, que no pertenecía al bosque que los rodeaba. Miró a Sergio, esperando que él también lo notara.

—¿Hueles eso?—, susurró.

Sergio frunció el ceño de nuevo.

—Es el bosque, el pino, la humedad. De verdad, ¿qué te pasa?—.

Pero Julia sabía que no era eso. El aroma era distinto, como si alguien hubiese encendido incienso milenario justo en la entrada de la cueva. Se arrodilló frente al dolmen, dejando que sus manos tocaran la piedra. Fría, como si absorbiera el calor del sol y lo hundiera en lo más profundo de la tierra. De repente, sus dedos sintieron una vibración. Un pulso. Una respiración sutil que provenía de las profundidades del tiempo.

—Sergio... hay algo aquí—. Su voz era apenas un murmullo.

Él se arrodilló a su lado, ya sin una sonrisa en los labios. Colocó su mano sobre la piedra, como si intentara comprender lo que su hermana sentía. No había nada, solo la fría superficie del granito y el sonido de las hojas moviéndose con el viento. Pero en los ojos de Julia vio algo más. Un brillo, una certeza.

—Vamos a entrar—, dijo ella, y sin esperar respuesta, se deslizó por la estrecha abertura del dolmen, dejando que la oscuridad la envolviera.

Sergio la siguió, murmurando maldiciones, pero sin dejarla sola. Al entrar, el aire cambió. Ya no era el bosque. Era algo más denso, más pesado, cargado de siglos. El suelo crujía bajo sus pies, y el eco de sus pasos parecía regresar a ellos de una manera extraña, deformada, como si algo en el fondo de la cueva repitiera sus movimientos.

Julia tocó las paredes interiores, notando las marcas talladas en la piedra, figuras abstractas que parecían contar una historia que ella no comprendía. El olor a resina persistía, y su corazón latía con fuerza. No era miedo, pero sí una especie de reverencia. Una sensación de estar demasiado cerca de algo que debía permanecer oculto.

—¿Qué es esto, Julia?— Sergio apenas podía disimular el nerviosismo en su voz. No era de los que se asustaban fácilmente, pero algo en ese lugar le revolvía las tripas.

—Es un umbral—, respondió ella, casi sin pensar. "Un lugar de paso", las palabras resonaban en su cabeza, como si una voz le susurrara al oído. Podía sentir la vida y la muerte entrelazándose en esas piedras, podía oír el eco de las ofrendas de antaño, de las despedidas susurradas en lenguas ya olvidadas.

El eco de sus propios pasos empezó a desvanecerse. El silencio dentro de la cueva era casi absoluto, salvo por el ritmo de su respiración. Y entonces, lo sintió. Un último pulso bajo sus pies, un latido suave, como el último suspiro de una vida que se apaga.

Julia se detuvo en seco, cerrando los ojos por un momento. Las palabras de su hermano se desvanecían a lo lejos, pero lo que se quedaba era la certeza de que, en algún lugar bajo sus pies, las piedras recordaban. Lo guardaban todo: las vidas, las muertes, los secretos, los sueños enterrados. Las piedras no olvidaban.

Al salir de la cueva, el mundo exterior parecía lejano, como si hubieran cruzado un umbral invisible. Sergio encendió otro cigarrillo, sin decir nada. Julia miró el dolmen por última vez, tocando su superficie una vez más. Supo que no volvería a ser la misma.

—¿Estás bien?—, preguntó Sergio, rompiendo el silencio.

Julia sonrió, aunque en el fondo sabía que algo dentro de ella había cambiado para siempre.

—Sí—, respondió, mientras el viento se llevaba sus palabras entre los pinos. "Estoy bien."

Pero no estaba segura de cuánto tiempo más seguiría siendo cierto.

«Hacer la paz, he descubierto, es mucho más difícil que hacer la guerra» (Gerry Adams, nacido el 6 de octubre de 1948 para dedicarse a la política, intentar llevar a su pueblo a una paz digna y ser encarcelado por ello)

Y que cumplas muchos más de los 60 de hoy y sigue mirándote al espejo que envejecer es lo más natural del mundo...  y recomendable.


Reflexos compartits

Ens vam trobar en aquell cafè, amb el temps suspès entre nosaltres. Les paraules sobraven. Només mirades, gestos, records compartits que no es podien amagar. El món girava com si no ens afectés, però sabíem que érem diferents, iguals. Jo reconeixia el teu dolor com si fos el meu, tu senties les meves pors en silenci. Tot canviava al nostre voltant, però nosaltres restàvem ancorats en aquell instant, sabent que, malgrat les distàncies, seguíem compartint la mateixa ànima. Ens vam somriure, perquè no calia dir-ho: érem el mateix reflex en miralls diferents.

 

 

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