EL ENIGMA DEL BOSTEZO CONTAGIOSO
A las tres de la tarde, justo cuando el sol parecía derretir hasta las sombras, una reunión de trabajo tan larga como innecesaria estaba llegando a su clímax. Un bostezo reverberó en la sala. No fue cualquier bostezo, fue un coloso, uno de esos que sacuden el alma y despiertan demonios. Gonzalo, que estaba a punto de presentar su gran idea, quedó paralizado, los ojos entrecerrados, la boca entreabierta y los brazos colgando como si una fuerza invisible lo estuviera absorbiendo hacia otra dimensión.
—¿Te aburro? —preguntó Julia, la jefa, mientras ajustaba sus gafas con un movimiento seco.
—No, no... —respondió Gonzalo con la boca aún abierta—. Es... que me estoy... enfriando el cerebro.
Los presentes, que hasta ese momento disimulaban su incomodidad, comenzaron a moverse en sus sillas. El bostezo de Gonzalo había plantado su semilla en el ambiente. De pronto, una ola de bostezos sincronizados invadió la sala, como si una coreografía invisible hubiera alineado sus mandíbulas. Julia observaba, perpleja, mientras uno tras otro caían víctimas del contagio.
—¿Qué demonios pasa? —murmuró mientras se masajeaba las sienes.
—Es el cerebro —dijo Álvaro, el de TI, mientras se estiraba en su silla—. Se recalienta. Bostezar lo enfría, lo leí en algún lado. Es pura ciencia.
—¿Ciencia? —Julia arqueó una ceja. Era una mujer a la que la pseudociencia le provocaba más rechazo que las diapositivas mal hechas—. Explícame cómo bostezar ayuda a evitar que tu cerebro se convierta en un horno.
Álvaro, siempre dispuesto a lucirse con datos aleatorios, tomó aire:
—Cuando bostezas, los músculos del cuello y la mandíbula se estiran. Eso aumenta el flujo de sangre en la cabeza, sacando el calor y metiendo aire frío. Es como abrir la ventana del cerebro.
—Así que ahora resulta que soy un radiador... —murmuró Gonzalo, aún recuperándose de su trance—. Un radiador humano.
Julia lo miró como si estuviera evaluando si merecía seguir siendo su empleado o si debía sacarlo de la ecuación por el bien de la empresa. Pero antes de que pudiera decir algo, un ruido extraño emergió del fondo de la sala. Era Germán, el tipo que nunca hablaba. Estaba apoyado en su silla, completamente inmóvil, pero su boca se abría como una puerta oxidada.
—¿Está bien? —preguntó Julia, mientras la sala comenzaba a inquietarse.
—Demasiado calor cerebral —sentenció Álvaro—. Necesitamos ventilar.
Los ojos de Germán permanecieron cerrados mientras un segundo bostezo escapaba de su boca. Esta vez, fue más largo, más profundo, como si estuviera succionando el oxígeno de todos en la habitación. Julia sintió un escalofrío recorrer su columna. Era como si algo más estuviera tomando control de la situación, como si ese bostezo ocultara un mensaje secreto.
—Voy a... abrir una ventana —susurró Julia, claramente incómoda. La ironía de que una jefa decidiera ventilar "el cerebro" de sus empleados no pasó desapercibida.
Cuando regresó, notó que la situación había empeorado. Germán ya no bostezaba solo, sino que los demás lo seguían, como si fuera el líder de un culto del bostezo. La sala entera había sucumbido. Todos, en perfecta armonía, estiraban sus mandíbulas mientras sus ojos se entrecerraban. Era hipnótico. Misterioso. Inquietante.
—¡Dejen de hacerlo! —gritó Julia, pero su voz se perdió en el eco de los bostezos. Sintió un nudo formarse en su garganta. Estaban en una especie de trance, uno del que no sabía si podrían salir.
—Quizás... —murmuró Gonzalo, volviendo a la conversación, sus palabras impregnadas de ironía—. Esto es más profundo de lo que parece. ¿Y si el bostezo es nuestra manera de comunicar algo primitivo? Como un idioma ancestral que nuestros cerebros sobrecalentados entienden.
Julia lo miró con un ceño fruncido.
—Por favor, no empieces con tus teorías conspirativas —resopló—. No quiero saber de conexiones con los lagartos de Marte o algo así.
—No, no... —Álvaro se animó—. Gonzalo podría tener razón. Hay estudios sobre el bostezo contagioso, neuronas espejo y esas cosas raras. Tal vez estamos sincronizados a un nivel que no entendemos. Como si nuestros cerebros compartieran algo más que calor.
Julia se rió, un sonido seco y cortante.
—¿Entonces qué sugieres? ¿Que hagamos una terapia grupal de bostezo?
—Podría funcionar —respondió Gonzalo, aunque la sonrisa en su rostro traicionaba la ironía en su tono—. O tal vez deberíamos simplemente aceptarlo. El bostezo no es una señal de aburrimiento, es nuestra forma de enfriar la cabeza para mantener la concentración. Después de todo, la ciencia lo respalda, ¿no?
Julia suspiró, agotada.
—Volvamos al trabajo. Y si vuelven a bostezar, que sea porque sus cerebros están tan llenos de ideas brillantes que necesitan refrescarse.
Y así, la reunión continuó. Pero algo había cambiado. Cada vez que alguien abría la boca para bostezar, ya no era un gesto de desgano. Era un acto de rebelión cerebral, un enfriamiento colectivo, un misterio biológico que compartían en silencio.
Y aunque nadie lo admitiera, cada bostezo les arrancaba una sonrisa. Porque, en el fondo, todos sabían que algo en sus cabezas se había alineado en ese preciso momento.
No era aburrimiento. Era ciencia. Y un toque de misterio.
«Se puede hacer una guerra sin piedad contra los guapos, los listos y los triunfadores, pero no contra los que no tienen ningún atractivo» (Graham Greene, nacido el 2 de octubre de 1904 para no hacerme bostezar con sus novelas)
Y que cumplas muchos más de los 64 de hoy, justo hasta que no cumplas más: C'est la vie, mon ami.
Es la vida
Sota el cel d’abril ballava sola,
amb els peus nus i l'ànima en calma,
el món rodava, sempre en desordre,
però a ella no li feia cap mal.
"C’est la vie", xiuxiuejava al vent,
com si el destí fos tan sols un joc,
les llàgrimes velles quedaven lluny,
i els somriures trobaven el seu lloc.
El temps corria, sense permís,
però la Marta no en volia res,
només ballar, sota els estels,
fent de la vida un breu sospir etern.
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