UNA PRISIÓN SIN BARROTES
Lo último que recuerdo antes de perderlo todo es la luz roja. Parpadeaba en la esquina superior de la sala, una advertencia silenciosa de que algo iba a cambiar. Luego vinieron los hombres de bata blanca, cargados con tablets y miradas frías. Y después, el chip.
Me dijeron que tenía dos opciones: cárcel de toda la vida o Cognify. “Piensa en tu familia”, me dijeron. “Es solo un chip”. La prisión era física, pero el chip... Ah, el chip era algo más, una prisión sin barrotes. No iba a ser peor que esto, me repetía mientras el bisturí abría camino hacia mi cráneo. No podía ser peor, ¿no?
—Dime cómo te sientes ahora —dice una voz metálica. Estoy sentado en una silla gris, con una mesa delante que apenas logro distinguir. Una luz fluorescente ilumina el cuarto con un zumbido continuo, penetrante, el tipo de sonido que se te mete en los huesos. O quizás soy yo, y ya no distingo el sonido de mi propia mente.
—¿Cómo crees que me siento? —escupo las palabras, pero no salen como me gustaría. Parecen amortiguadas, sin el filo que tenían antes. Algo me ha embotado.
—Recuerda, este es un proceso de rehabilitación, no un castigo —continúa la voz, inmutable. Se supone que es IA, ¿sabes? Programada para “entenderte”, pero lo único que hace es repetirte frases que parecen sacadas de un manual de autoayuda.
No respondo. Ya no tiene sentido. Desde que tengo el chip, las respuestas no me pertenecen. Se filtran, se modelan, se adaptan a lo que el sistema espera. Soy como una marioneta, pero sin hilos visibles.
Zas. La primera descarga llega antes de que pueda procesar el pensamiento. Un chispazo que me sacude, me hace recordar. Recuerdos de lo que hice, de cómo maté a aquel tipo. Nunca fui violento, pero ese día... ese día lo fui todo. Y ahora lo soy de nuevo, reviviéndolo, una y otra vez, con cada pulsación del maldito chip.
—Siente el dolor —dice la voz—. Siente el arrepentimiento.
El arrepentimiento no llega. Lo que llega es el miedo, ese miedo animal de no controlar nada. No soy más que un ratón atrapado en un laberinto de recuerdos que ni siquiera sé si son míos.
—¿Cuánto más? —pregunto, mis palabras flotan en el aire como una súplica que no esperaba hacer. ¿Cuánto más pueden machacarme con esto?
—Solo lo necesario —contesta la voz, imperturbable. Pero yo ya no sé qué es necesario.
La descarga vuelve. Esta vez es diferente. No hay imágenes, no hay recuerdos. Solo la sensación de estar cayendo, perdiéndome en una oscuridad que no tiene fin. Tal vez este es el infierno, un ciclo de emociones ajenas implantadas en mi cerebro. Tal vez, nunca vuelvo a ser yo.
Es una prisión sin barrotes, me dije cuando firmé los papeles. Pero claro, nadie te dice que los barrotes no son lo peor de una cárcel. Lo peor es lo que se queda atrapado detrás de ellos: tú.
—Estamos haciendo grandes avances contigo —dice la voz. —La reincidencia ha bajado en un 75% desde que instalamos Cognify.
Ja. La risa me sale de manera automática, seca, vacía. Si pudiera reincidir, lo haría. Pero ¿cómo vas a reincidir cuando ni siquiera controlas tus impulsos? No soy yo quien se arrepiente, es el chip. No soy yo quien siente culpa, es el programa. Y si deciden que soy “apto” para volver a la sociedad, ¿qué sociedad? Una que ya vive en su propia cárcel, caminando por las calles con los ojos pegados a sus teléfonos, con cada paso monitoreado, con cada pensamiento leído.
—Vamos, dime lo que piensas —dice la voz.
Y aquí viene lo bueno. No importa lo que diga, el chip se encarga de corregirlo antes de que las palabras lleguen a la superficie.
—Todo está... bien —respondo. Mi lengua sabe a cenizas, pero la IA detecta el tono adecuado. Me felicitan, seguro. Una respuesta como esa es lo que buscan. Control total.
—Estás progresando —responde la voz con la misma entonación vacía—. Pronto, estarás listo.
Listo para qué, no lo sé. Listo para volver a un mundo que ya no es mío, tal vez. O quizás listo para ser otro engranaje más en esta máquina de vigilancia constante. Miro mis manos. Se sienten ajenas, como si ya no fueran mías.
—Puedes retirarte a descansar —dice la voz.
Pero ya no sé qué es descansar. No cuando cada segundo está programado, cada impulso medido. Me levanto, camino hacia la puerta. Las paredes son de un blanco impecable, no tienen grietas, ni marcas. Como si yo nunca hubiera estado aquí.
Salgo al pasillo. A mi izquierda, otro recluso camina en la misma dirección, su mirada fija en el suelo. Nos cruzamos, pero no nos miramos. ¿Para qué? No somos más que sombras.
Mis ojos encuentran una pantalla en la pared. Noticias. “Gobiernos impulsan medidas de control para garantizar la seguridad ciudadana”. Hablan de nuevas aplicaciones de monitoreo, de cómo los móviles pueden prevenir crímenes antes de que ocurran. Otra prisión sin barrotes, pero esta vez para todos. Ellos creen que están libres. Pero ¿quién es libre cuando su mente está atrapada en una pantalla, cuando cada pensamiento puede ser revisado y reconfigurado?
Y ahí es cuando lo entiendo. El chip no es la prisión. La prisión ya existía.
«El planteamiento es siempre más bello que la llegada» (Alain-Fournier, nacido el 3 de octubre de 1886 para escribir una única novela. No le dio tiempo a escribir más porque fue de los primeros en encontrarse con una bala en la Primera guerra mundial)
Nació el 3 de octubre de 1938 pero un viaje en taxi acabó con él a los 22. No le acompañó nadie en ese viaje.
Vinga, tothom!
Era una nit càlida d'estiu i el barri semblava adormit. Però dins d'aquella casa, la llum tremolosa d'una bombeta solitària il·luminava les cares d'uns joves. El vinil començà a rodar, i amb els primers acords, les parets vibraven d'energia. "Vinga, tothom!" va cridar en Martí, aixecant-se d'una revolada. En pocs segons, la sala s'omplia de rialles, ball i cops de mans. Per un moment, oblidaven els mals de la vida, les preocupacions de demà. Aquella nit, només importava el ritme, la llibertat, i les ganes de viure el moment.
No hay comentarios:
Publicar un comentario