EL PEOR EMPLEADO DEL MUNDO
Javier es el peor empleado que he tenido en toda mi vida. No lo digo con rabia, ni con el fuego de la indignación. Es una conclusión lenta, trabajada, como la humedad que se cuela en las paredes y termina por desmoronarlas. Y aquí estoy yo, observando la ruina de mi paciencia, con Javier como protagonista.
—Javier, necesito que me ates los zapatos —digo, sin levantar la vista del informe. La idea es no darle tiempo para pensar, como si eso pudiera evitar la respuesta de siempre.
—Mi trabajo no es ese, señor —responde, y el sonido de sus teclas también se detiene. Ya se ha vuelto todo un ritual. Los lunes, los martes... incluso los jueves.
Levanto la mirada. Javier está al otro lado del escritorio, mirando su pantalla con esa expresión de hámster adormilado que ya forma parte de la decoración de la oficina. Parece convencido de que su título de ingeniero informático lo exime de tareas básicas como obedecerme.
—Soy ingeniero informático, señor. Me ocupo de las páginas web —agrega, como un padre explicando a su hijo que no puede tener helado antes de la cena.
—Oh, no te preocupes, Javier —suspira mi voz, cargada con un sarcasmo viejo y gastado, tan rutinario como el café recalentado de la sala de descanso—. Aún no pierdo la esperanza de verte atando cordones algún día. Sería un sueño hecho realidad.
Javier sonríe. Su sonrisa es como el parpadeo de una luz de neón, sin gracia, pero inofensiva. No hay mala intención en él, lo admito. Lo que me desespera es que tampoco haya entusiasmo, ni siquiera ese esmero servil con el que otros empleados tratan de evitar que yo note sus errores.
—Y también necesito que recojas a mis hijos del colegio hoy —apunto con una ceja levantada, buscando tal vez arrancarle algo distinto. Quizás una mirada de sorpresa, indignación, algo que me saque de la monotonía de su rostro impávido.
—Eso no es parte de mis funciones, señor. —Lo dice como si estuviera leyendo un manual de procedimientos. Luego, vuelve a su teclado, tecleando código con la misma pasión que un funcionario rellena formularios.
A veces pienso que Javier es mi karma. Tal vez, en otra vida, fui un ingeniero informático que no quiso atarle los zapatos a su jefe. Y aquí estoy, pagando por mi rebeldía pasada, atorado con el empleado más “especializado” del universo.
—Dígame una cosa, Javier. ¿Qué harías si un día, así, sin más, te pidiera algo relacionado con tu trabajo? —pregunto, con una sonrisa que me duele hasta la garganta.
Él me mira, desconcertado. ¡Bingo! Ahí está, el único momento en que su expresión cambia, como si su cerebro estuviera reiniciándose. Lástima que dure menos de un segundo.
—Ánimo, Javier. Algún día nos sorprenderás a todos —murmuro, volviendo a mis papeles. Pero, claro, no me hago ilusiones. Si no llevase tantos años aquí, ya lo habría despedido. Lo mantengo porque su resistencia pasiva es, al menos, una constante en un mundo donde todo parece desmoronarse.
Así que seguimos con nuestro baile diario. Yo, intentando encontrar alguna grieta en su armadura de apatía, y él, resistiendo mis embestidas con la paciencia de un buda código en mano. Porque, al fin y al cabo, Javier no es más que eso: una parte inamovible de mi oficina. Como la silla que cojea o el reloj que atrasa, cosas que ya ni siquiera intento cambiar.
«El único y verdadero espíritu de tolerancia consiste en tolerar conscientemente la mutua intolerancia» (Samuel Taylor Coleridge, nacido el 21 de octubre de 1772 para hacernos un juego de palabras para reflexionar)
Y hoy pongo "Vois sur ton chemin" porque pensaba que la versión clásica ya no existía... pero si ¡afortunadamente!
Y yo me he hartado de escuchar esta el sábado-domingo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario