martes, 22 de octubre de 2024

 INTEGRARSE EN BARCELONA

Patrick Neville no sabía que la verdadera esencia de Barcelona residía en el crujido de un bocadillo de jamón en el Bar Tomás o en el tintineo de las copas de vermut los domingos. Todo eso le había parecido encantador, claro, pero superficial. No fue hasta que aquella cartera ajena se escurría en su bolsillo, como un pez dorado y desprevenido atrapado por un buzo torpe, que Patrick realmente sintió que formaba parte de la ciudad.

La Rambla rebosaba de turistas arrastrando maletas y pasteles de crema en la mano, una procesión de inocencia cargada de euros. Patrick se camufló entre ellos, su andar recto, el porte de extranjero que aún no se adaptaba del todo. Observó a un grupo de alemanes que sonreían ante la estatua humana de plata, y fue justo ahí cuando sintió el llamado. Una cartera que sobresalía del bolsillo trasero de un pantalón corto. La presa más fácil, pensó, y se lanzó como un depredador inesperado.

El tacto de la piel gastada fue diferente a lo que imaginaba. Un cosquilleo subió por su brazo mientras el turista seguía riéndose de la estatua, ajeno a la realidad. En ese segundo, Patrick lo sintió: la conexión profunda y vibrante con la ciudad. Era como si el mar que abrazaba la Barceloneta se hubiera derramado por sus venas. El aire incluso parecía más ligero, cargado con ese aroma embriagador de churros y brisa salada. Barcelona al completo respiró en su pecho. "Ahora sí, Neville", se dijo, “ahora estás jodidamente integrado”.

No podía evitar sonreír mientras se alejaba lentamente, sin prisa, disfrutando del peso nuevo y vibrante en su bolsillo. Su postura cambió al instante: hombros relajados, rodillas ligeramente flexionadas, pies rozando el suelo con la misma displicencia con la que los gatos callejeros merodean por el Gòtic. Unas palomas huyeron de su camino mientras él las miraba con desdén. Y entonces lo sintió: respeto. No hacia él, claro, sino de él hacia los verdaderos barceloneses, aquellos que nunca se habrían molestado en pararse a observar la estatua humana de plata.

Mientras avanzaba hacia una terraza, escuchó a una pareja discutir si valía la pena pagar nueve euros por una cerveza. “Welcome to Barcelona”, murmuró con un acento tan falso como su repentino sentimiento de pertenencia. Se dejó caer en una silla oxidada y pidió un café solo, sonriendo al camarero que ni lo miró a los ojos. Aquel acto de indiferencia fue la confirmación que necesitaba: su lugar estaba allí, entre el bullicio y el cinismo de una ciudad que recibía a todos con los brazos abiertos y los bolsillos cerrados.

Patrick se sacó la cartera y la abrió, solo por curiosidad. Fotos familiares, alguna tarjeta de crédito, un par de billetes doblados con descuido, y el carnet de identidad del pobre desafortunado. Por un instante, la sonrisa de la foto lo miró como si supiera. Un escalofrío recorrió a Patrick, pero lo disimuló encogiéndose de hombros. “Mira, chaval, así funciona esto”, dijo al aire, “a veces, para ser parte de algo, tienes que tragarte un poco de su mierda”.

Pagó el café con uno de los billetes ajenos, dejó la cartera olvidada en la mesa y se levantó, sintiéndose inexplicablemente ligero. Caminó hacia la Catedral, su siguiente objetivo a la vista: unirse a un ensayo de los castellers. Porque si robar una cartera había sido como abrazar el alma de la ciudad, subirse a lo alto de un castell sería como besar su frente. Patrick ya podía imaginarlo: los gritos abajo, el sudor compartido, el balanceo del miedo y la euforia mientras ascendía.

“Un castell de cinc de vuit, y ya estaré”, murmuró, sin saber si le hablaba a la ciudad o a sí mismo. La Rambla seguía latiendo, y Patrick, en medio de aquel caos ordenado, se perdió entre la marea humana, con la sensación de que, finalmente, comenzaba a flotar.

«La vida es una serie de encuentros y desencuentros, y la filosofía es el arte de encontrarle sentido a esos encuentros» (Lord Alfred Douglas, nacido el 22 de octubre de 1870 para ser el amante de Lord Byron dándole un sentido al encuentro permanente que tuvo con él)

Y que cumplas muchos más de los 87 de hoy esperando te hayan indemnizado convenientemente por tu despido. Uno de los preferidos de mi época revolucionaria: José Larralde.

Coses que passen

El Toni ho tenia tot planejat: el poble, l’amiga, el moment. Però el riu no era de paraules. De sobte, les vaques van envair el camp, i l’amiga va riure amb un crit que s’enlairà amb el vent. El Toni mirà el cel, va somriure i va pensar: "Coses que passen". Aquell pla perfecte s’havia dissolt com la sorra entre els dits, i tot el que quedava eren els colors del capvespre i la remor de les vaques. I allà, sota aquell cel groc, Toni va entendre que la vida és això: plans trencats, rialles inesperades i coses que passen.


 

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