EL VAR NO HA LLEGADO A LA POLÍTICA
La plaza del ayuntamiento hervía de indignación. No era una simple protesta, era un hervidero de voces cansadas, furiosas, despojadas de toda paciencia. Los carteles de "¡Basta ya!" se agitaban en el aire, y los murmullos crecían como una marea que amenaza con arrasar con todo. Al frente, un grupo de ciudadanos, con los nudillos blancos de tanto aferrar sus pancartas, discutía. Eran Marta, Juan y Ricardo, cada uno más enfurecido que el otro.
—¡No tienen vergüenza, Marta! —Juan casi escupió las palabras mientras intentaba, sin éxito, encender un cigarrillo. El mechero no prendía. Lo golpeó con el pulgar, frunció el ceño y bufó, tan frustrado como con la situación del país—. Se creen que pueden firmar cualquier cosa sin leer. ¿Tú lo sabías?
Marta alzó la ceja. Su voz resonó con un tono que era mitad sarcasmo, mitad resignación.
—No sé, Juan... parece que estamos frente a una epidemia de ceguera selectiva. ¡Nosotros tampoco leímos sus programas antes de votar! Solo... bueno, elegimos la cara que nos cayó mejor en la tele.
—¿Cómo que nosotros? —interrumpió Ricardo, apuntándola con el índice, como si fuese a lanzarle una acusación—. Yo sí lo leí. Bueno, parte... hasta la página treinta o así. Después empezaron con las promesas para la "mejora de las infraestructuras" y bla, bla, bla. ¿Quién aguanta leer eso?
Marta lo miró como quien mira a un niño que acaba de romper algo valioso por accidente.
—Ricardo, eso es justo lo que hacen ellos con las leyes. ¿Acaso no ves el paralelismo aquí?
Un hombre mayor, que estaba a su lado, carraspeó. Llevaba gafas gruesas y un sombrero que parecía haber visto mejores días. Se presentó sin que se lo pidieran.
—No es tan sencillo, muchachos —dijo, con voz rasposa—. Yo fui funcionario público hace unos años. La burocracia... te come vivo. Uno firma porque el jefe te lo ordena. Firmar y rezar que no se caiga el país.
Ricardo, sin poder ocultar la ironía, soltó una carcajada.
—¡Claro, firmamos y rezamos! Como quien juega a la ruleta rusa con la legislación.
Marta cruzó los brazos y miró hacia el edificio del ayuntamiento, donde las luces seguían encendidas. Dentro, podían verse las sombras de algunos concejales moviéndose perezosamente, como si estuvieran en una reunión aburrida de la que no podían escapar.
—¿Y cuándo nos volvimos tan cómplices de esto? —preguntó, casi en un susurro—. Elegimos sin pensar. Firmamos sin leer. Aceptamos sin cuestionar. Somos parte del problema.
Juan, finalmente logrando encender su cigarrillo, dio una profunda calada y soltó el humo hacia el cielo gris.
—Tal vez siempre lo fuimos, Marta. Nos gusta pensar que tenemos el control. Pero, en el fondo, votamos como el que elige un billete de lotería. Con los ojos cerrados y los dedos cruzados.
Un sonido proveniente del altavoz del edificio interrumpió la conversación. Una voz monótona comenzó a hablar:
—Estimados ciudadanos, les informamos que el pleno ha terminado. La ley 324 sobre la nueva regulación de residuos ha sido aprobada por unanimidad. Gracias por su paciencia.
Ricardo se volvió hacia los otros dos, boquiabierto.
—¿Nueva regulación de residuos? ¿Qué es eso?
Juan le dio una palmada en la espalda, su sonrisa cargada de amargura.
—Creo que somos los residuos, Ricardo. Y acaban de regularnos.
La multitud, sin saber si reír o llorar, comenzó a disolverse, llevándose con ellos la indignación como quien se lleva una chaqueta vieja. La protesta se desvaneció lentamente, dejando solo los carteles abandonados en el suelo, como promesas que nunca se cumplieron.
En la puerta del ayuntamiento, un diputado joven, con el traje arrugado y una sonrisa nerviosa, bajó las escaleras. Miró a su alrededor y, viendo la plaza vacía, suspiró aliviado.
—¡Uf, menos mal que nadie se dio cuenta de que no leímos nada! —murmuró, sacándose el nudo de la corbata.
Desde la sombra de una esquina, Marta lo observó, con los ojos entrecerrados.
—Oh, nos dimos cuenta —susurró—. La cuestión es qué haremos al respecto.
El viento movió los carteles, que crujieron contra el suelo como hojas secas, y la noche cubrió la plaza con su manto de incertidumbre.
«Si recorréis la historia de los progresos del espíritu humano, veréis que casi todas las grandes obras se deben a hombres aislados, a menudo perseguidos» (Henri de Saint-Simon, nacido el 17 de octubre de 1760. No tenía muy buena puntería: intentó suicidarse 6 veces disparándose en la cabeza y lo que hizo fue perder un ojo)
Y que cumplas muchos más de los 36 de hoy y nunca, nunca te quedes callada y hagas versiones tan bonitas como la del vídeo
L’instant efímer
El vent acarona les fulles mentre la tarda s'enfosqueix. Ella camina a la vora del riu, sentint la frescor de l'aigua prop dels seus peus. Ell l'espera sota el salze, la seva silueta es perfila contra la llum suau de la posta. Quan les seves mirades es troben, el món s'atura. No hi ha paraules, només el desig de ser a prop, sempre a prop. Sense por, sense temps, sense passat ni futur. Ella somriu, ell li agafa la mà, i en aquell instant efímer, l'univers sembla complet, com si sempre hagués estat pensat per ells dos junts.
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