domingo, 27 de octubre de 2024

 ¿QUIÉN ES EL BURRO?

 


En la villa romana de Boinville-en-Woëvre, los arqueólogos descubrieron los restos de burros gigantes, imponentes criaturas que alguna vez fueron vitales para la expansión del Imperio Romano. Bestias de carga, sí, pero mucho más que eso: pilares de la conquista, transportando el sueño imperial a través de vastos territorios. Con sus patas fuertes y su voluntad inquebrantable, estos burros eran las columnas invisibles que sostenían el poder. No recibían honores ni glorias; solo los latigazos de la ambición humana, cumpliendo su deber con la humildad de quien no sabe de imperios ni conquistas, sino de caminar hacia adelante.

Cientos de años después, esos burros han sido reemplazados por otros burros. No tan grandes, no tan nobles. Burros que se sientan en tronos de cuero y conducen máquinas con chofer, que no necesitan transportar cobre ni provisiones militares, sino promesas vacías y discursos huecos. Estos nuevos burros también sostienen el peso de imperios modernos: naciones, corporaciones, instituciones que dependen de su andar errático. Pero a diferencia de sus predecesores, estos burros no conocen la humildad; conocen el poder, y lo ejercen sin entenderlo, sin el espíritu servicial de aquellos animales que se movían bajo el sol del desierto africano, transportando esperanza y supervivencia.

En los viejos tiempos, los burros gigantes de la villa romana eran sacrificados como parte de rituales, enterrados junto a reyes, considerados dignos acompañantes en la eternidad. Ahora, los burros también son enterrados con honores, bajo monumentos de mármol y discursos grandilocuentes. Pero el verdadero sacrificio es el de aquellos que los siguen, que cargan con el peso de sus decisiones, que arrastran la carga de sus fracasos y pagan el precio de su ceguera. Los burros de entonces cruzaban el desierto para que sus amos pudieran expandir fronteras; los de ahora cruzan líneas rojas sin siquiera saber qué hay al otro lado, guiando a sus pueblos hacia un horizonte que ni siquiera se han molestado en mirar.

—¿Y tú quién eres? —preguntó el burro antiguo, sacudiendo el polvo de su pelaje, su figura imponente destacando bajo el sol de la villa romana.

—Soy el burro de hoy, —respondió el burro contemporáneo con una sonrisa sardónica, mientras se acomodaba en su silla de cuero—. No necesito llevar cobre ni provisiones. Solo llevo promesas y discursos que no pesan nada.

—¿Promesas? —el burro antiguo frunció el ceño—. Nosotros llevábamos esperanza, cargábamos con la supervivencia de imperios enteros. ¿Qué cargas tú?

—Cosas más valiosas, amigo mío, —dijo el burro contemporáneo mientras se miraba las pezuñas—. Cifras, estadísticas, campañas. Todo lo que hace que un hombre crea que puede ser más grande de lo que es.

El burro antiguo suspiró.

—Nosotros nunca necesitamos creer. Solo caminábamos, y el mundo seguía nuestro paso.

El burro contemporáneo sonrió.

—Yo también camino, pero con la cabeza en alto. No importa si el camino no tiene rumbo.

Los dos burros se quedaron en silencio, y el viento del tiempo parecía atravesar el espacio que los separaba. El burro antiguo bajó la mirada y dijo:

—A veces, ser humilde es saber cuándo parar. Nosotros paramos cuando el imperio cayó. Tú sigues, sin importar las consecuencias.

No muy lejos de allí, un grupo de políticos observaban a los burros dialogar, sin escuchar realmente lo que decían. Uno de ellos, un hombre con traje impecable y una corbata de colores vivos, miró al burro contemporáneo y dijo, entre risas:

—Mira a estos animales, siempre tan tercos. No entienden lo complejo de nuestro mundo.

—Sí, —asintió otro, mientras daba un sorbo a su café—, pero al menos no tenemos que cargar nosotros. Ellos lo hacen por nosotros, siempre lo han hecho.

El burro antiguo, al escuchar esto, levantó la vista y murmuró para sí:

—Quizás, en algún momento, entiendan que no se trata de quién carga, sino de hacia dónde se camina.

Y así, la historia se repite, pero con una cruel diferencia. Los burros antiguos eran apreciados por su labor, reconocidos en su justo valor, aún si era solo en la mente de aquellos que dependían de ellos. Los burros modernos creen que el mundo depende de ellos, sin darse cuenta de que, como los antiguos, no son más que una pieza intercambiable en el gran engranaje de la historia. Pero mientras aquellos gigantes caminaban con la cabeza baja, conscientes de su papel, estos caminan erguidos, creyéndose gigantes sin ser más que sombras de lo que una vez fue grande.

—¿Qué pensarían los burros de Boinville-en-Woëvre si pudieran ver en qué se ha convertido su legado? —preguntó el burro antiguo.

—Seguirían caminando, amigo mío, —respondió el burro contemporáneo, con un tono casi melancólico—. Porque ellos no necesitaban entender el poder para saber cómo avanzar.

Tal vez, eso es lo que nos falta a nosotros: la humildad de un burro, de esos que realmente cambiaron el curso de la historia, no con discursos ni promesas, sino con cada paso firme sobre la tierra.

«La memoria nos traiciona porque tendemos a embellecer la realidad, y el olvido nos ayuda porque limpia de asperezas y malos momentos el álbum del viaje. Pero son inseparables» (Luis de Val, nacido el 27 de octubre de 1867 para ser nuestra memoria aunque, por mucho que lo fuera, nuestra memoria  recordará y olvidará lo que crea conveniente)

Y que cumplas muchos más de los 66 de hoy aunque sea en un mundo tan ordinario, tan vulgar.


Mon ordinari

El dia que va marxar, l'aire va quedar suspès, com una melodia trista que ningú gosava continuar. Caminava pels carrers del nostre vell barri, buscant en els rostres dels desconeguts la il·lusió d'un mon ordinari. La pluja queia suau, i els fanals il·luminaven els records com reflexos en un mirall esquerdat. Vaig perdre'm entre pensaments, buscant les nostres rialles entre les ombres, però la ciutat continuava girant sense mi, sense nosaltres. I jo, enmig d'aquest món que ja no em reconeixia, vaig seguir caminant, buscant el meu lloc en un lloc que mai més seria el mateix.

 

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