jueves, 10 de octubre de 2024

 EL SUEÑO


Sentiste el golpe. Primero fue el sonido: un estallido seco, como cuando el vidrio cruje antes de romperse. Luego, el peso de la oscuridad que te aplastó. No hubo tiempo para pensar en el dolor; fue demasiado rápido. En un segundo, tu cuerpo dejó de existir y solo quedó… la nada.

Abriste los ojos. El aire olía a tierra húmeda después de la lluvia, pero no había tierra. Tampoco había cielo. Solo un espacio vacío, sin arriba ni abajo, y una figura borrosa frente a ti. La voz llegó antes que la imagen, cortante como el sonido de un cuchillo deslizándose sobre una tabla de madera.

—Moriste.

No era una pregunta, era una afirmación, tan contundente como la sensación de aire frío que ahora te llenaba los pulmones. El espacio alrededor parecía expandirse, como si cada palabra tuviera el poder de empujarte más lejos, hacia un abismo invisible.

—Espera, espera, ¿morí? —Las palabras salieron más rápido de lo que esperabas. Te sorprendió oírlas, como si todavía no hubieras aceptado lo que acababa de suceder.

—Sí, moriste —repitió la figura, y ahora su rostro se hizo nítido, aunque su apariencia cambiaba cada vez que parpadeabas: a veces, viejo; otras veces, joven, demasiado joven para tener esa voz grave. Se acercó, y con su paso, sentiste el suelo bajo tus pies, sólido y frío, aunque sabías que no había suelo en aquel espacio—. Pero no te preocupes, eso pasa todo el tiempo.

El cuerpo. No podías dejar de pensar en el cuerpo que dejaste atrás. ¿Sentiste el impacto? ¿Se partió el cráneo? Cada fragmento de esos pensamientos surgía como piezas de vidrio enterradas en tu conciencia. Te sacudiste la idea, no por valentía, sino porque algo más te llamaba la atención.

—¿Qué es este lugar? —preguntaste, ahora buscando con la mirada algo, lo que fuera, que diera sentido a todo.

—Esto —dijo él, haciendo un gesto amplio como si envolviera el universo con sus manos—. Esto es… lo que tú llamas "la transición". Aunque es más que eso.

Y en ese momento, sentiste cómo el aire alrededor vibraba, como si mil alas invisibles azotaran al unísono, trayendo consigo olores de todas tus vidas pasadas: la madera quemada de una cabaña en el norte, el polvo de un mercado en Calcuta, el dulzor de un vino añejo en una fiesta lejana que no reconocías. Y entonces, te llegó un vértigo tan intenso que te doblaste por la cintura.

—No es común para ellos recordar tanto tan pronto —murmuró la figura, como si hablara consigo mismo.

Te enderezaste, sintiendo el hormigueo de esas memorias moverse a través de tus venas, como relámpagos atrapados en tu piel.

—¿Qué soy? —lograste preguntar, la voz te temblaba.

La figura sonrió, pero no fue una sonrisa de compasión, fue más… entretenida. Como si tu pregunta fuera el chiste más recurrente del universo.

—Eres… —Se detuvo, y luego dio un paso hacia ti, más cerca—. Todo.

La palabra resonó dentro de ti como un eco antiguo. De pronto, las visiones comenzaron a entrelazarse: eras un hombre con las manos manchadas de sangre, una mujer riendo junto a un río, un niño corriendo entre un campo de flores secas. Todo. Lo sentiste en tus entrañas, un golpe que reventó desde el centro de tu pecho, sacudiendo cada célula.

—¿Todo? —Repetiste con incredulidad, mientras una sensación de vértigo se arrastraba por tu espina dorsal, como si fueras a caer en un abismo invisible que estaba justo bajo tus pies.

La figura asintió, aunque su gesto era más una señal de paciencia que de afirmación.

—Has sido cada ser humano que ha vivido, y cada ser humano que vivirá. No solo en este planeta, en todos. Eres ellos, y ellos son tú.

El aire pareció cargarse de electricidad. Podías oler el ozono, sentir el hormigueo en la punta de tus dedos, como si el universo estuviera a punto de desmoronarse y reconstruirse al mismo tiempo.

—Espera. ¿Qué me estás diciendo? —dijiste, tratando de aferrarte a algo, cualquier cosa que no se desmoronara bajo el peso de lo que estabas escuchando—. ¿Me estás diciendo que soy… todo el mundo?

—Exacto.

Hubo un silencio breve, un instante en el que todo pareció congelarse. Luego, rompiste la quietud.

—Pero… ¿para qué?

El personaje rio, una risa baja, como si estuvieras preguntando la cosa más obvia.

—Para crecer, para aprender. Este es tu huevo.

—¿Mi qué? —Tus palabras salieron a trompicones.

La figura se acercó aún más. Podías sentir su aliento en tu cara, cálido, denso, como el vapor de una olla hirviendo.

—Tu huevo —repitió—. Todo este universo es un huevo, y tú estás en el centro. Cuando rompas el cascarón, despertarás. Y cuando lo hagas… serás yo.

El viento se arremolinó a tu alrededor, trayendo consigo los ecos de risas, gritos, llantos. Todo era confuso, todo era demasiado.

—¿Despertar? —repetiste. El vértigo te invadió de nuevo, pero ahora ya no era el miedo lo que te empujaba, sino algo distinto, una expectativa ardiente.

—Sí. Despertar —contestó, con una mirada que traspasaba el espacio y el tiempo—. Y cuando lo hagas, entenderás que todo ha sido solo una preparación. Porque, al final, todos somos uno.

Las últimas palabras vibraron en el aire como el retumbar de un trueno en la distancia. Todos somos uno. Podías oír el eco de esas palabras en cada fibra de tu ser, como si fuera el pulso del universo, y supiste, en ese momento, que habías estado avanzando hacia ese punto desde siempre.

Y entonces, justo cuando ibas a decir algo más, cuando las palabras formaban una pregunta, un último "pero", la oscuridad te envolvió de nuevo, pero esta vez no había miedo. Solo una calma infinita. Una promesa.

Despertarías.

(Basado en el relato “La teoría del huevo” de Andy Weir)

«No hay clases bajas; lo que hay es hombres bajos, que se encuentran con más frecuencia en las clases altas» (Francisco Giner de los Ríos, nacido el 10 de octubre de 1839 para enseñar a los hombres y mujeres a ser altos. Sus enseñanzas no le gustaron al fascismo del generalísimo que las eliminó de las escuelas. Afortunadamente fueron recuperadas en 1982) 

Y que cumplas muchos más de los 73 de hoy conservando esa cara de niña que siempre has tenido. Por cierto y para los que no lo sepáis Jeanette es hija (musical) de un músico no siempre bien tratado: José Luis Perales ¡Hala! ¡cría cuervos!

L'últim tren

L'estació, un escenari de comiats sense paraules. L'agulla del rellotge s'esmunyia inexorablement, dibuixant ratlles fosques en l'ànima de la Clara. En aquell andén, el vent s'enduia els seus somnis i les seves promeses. El tren, un monstre metàl·lic, s'acostava rugint, llest per emportar-se'n l'amor de la seva vida. Les llàgrimes que raulaven per les seves galtes es barrejaven amb la pluja que queia incessantment, formant un riu de dolor que desembocava en el buit que quedaria després de la seva partida.

 

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