miércoles, 9 de octubre de 2024

 MANUAL DE INSTRUCCIONES PARA LA FELICIDAD


Dicen que la felicidad depende de uno mismo. Me encantaría creerlo. Pero resulta que unos científicos con bata y cara de domingo han venido a recordarnos que casi la mitad de nuestro bienestar emocional ya viene empaquetado en una doble hélice desde antes de que sepamos llorar. Y el resto, casi como un truco de magia, depende de nuestro contexto. Sólo el 10% está en mis manos, como el último sorbo de té matcha cuando ya está tibio.

Caminaba por el parque cuando escuché a una madre gritarle a su hijo, "¡Sé feliz, ¡caray!", como si la felicidad se colgara en el perchero de la entrada. Me reí para mis adentros, con una carcajada amarga que olía a resignación. Porque, vamos a ver, si todo esto depende en un 50% de genes y otro 40% de lo que nos rodea, a ese pobre niño le quedaban las mismas probabilidades de ser feliz que un gato en una tienda de peces, pero sin acceso a la pecera.

Mientras me dejaba envolver por el perfume de las hojas de otoño, me pregunté: ¿y si simplemente aceptamos el manual de instrucciones con el que venimos? Quizá el truco esté en sacarle brillo a esos momentos en los que realmente somos felices, aunque duren lo que una ráfaga de viento. La profesora esa, ¿cómo se llamaba? ¿Arenillas? Decía que había que aprender a generar acciones que nos hagan sentir "mejor". No "felices", solo mejor. Una diferencia sutil, pero tan pesada como un montón de piedras.

Recuerdo una vez que intenté el método clásico: escribir una lista de gratitud. "Gracias por el té matcha, por el aire, por las nubes..." Pero llegó un momento en el que todo lo que agradecía parecía un trámite de oficina. "Gracias por mi genética, ¡por hacerme así, incompleto y a medias!". Dejé la lista a un lado y me serví otro té matcha, porque el bienestar tal vez es un malabarismo entre tragos de matcha y dosis de resignación.

Me detuve bajo el crujir de las ramas, observando a una pareja discutir en el banco de enfrente. Ella le gritaba algo sobre "expectativas", él respondía con un "yo soy así". Me dieron ganas de aplaudirle. Qué noble acto, esa aceptación de lo que uno es, un cóctel de genes, influencias externas y apenas un sorbito de libre albedrío.

Al final, ¿no es eso la felicidad? No el éxtasis de las películas, sino ese minúsculo margen que te queda para hacer algo distinto, que, con suerte, mejore el día un poco. Quizá sea la aceptación. No la que se vende en charlas de autoayuda, sino la aceptación irónica, resignada, esa que llega con el cansancio y el olor a té matcha frío. Porque si casi todo está decidido por nuestros genes y el ambiente, yo, con ese 10%, me limito a apretar los dientes y dejarme llevar en este baile, aunque pise mis propios pies.

«Educar a los hijos no es sólo proveerles de una vida material o incluso intelectual, sino asegurarles la simpatía de sus padres, inspirarles confianza y la certeza de que siempre hay un lugar donde pueden desahogarse y olvidar sus penas y dolores, por triviales que a menudo nos parezcan» (Alfred Dreyfus, nacido el 9 de octubre de 1859 para hacer de espía fake para los alemanes cuando aún no se había inventado la palabra y con la única prueba de ser de origen judío)

Hoy hubiese cumplido 84 años pero nos privaron de él cuando tenía 40. Hace algún tiempo que no ponía esta canción -escuchar la escucho mucho- y hoy adquiere mucho sentido saborear su letra.

Imagineu

Imagineu un món sense fronteres. En una plaça petita, amb l'olor de gessamí barrejant-se amb la brisa, la gent s'agafa de les mans. No hi ha banderes ni himnes, tan sols riures i mirades que no coneixen enemics. Els nens corren jugant, els avis expliquen històries, les paraules "guerra" i "odi" s'han esborrat dels diccionaris. Els núvols al cel no són amenaça, sinó llençol suau sobre el món que dorm tranquil. Tots viuen amb la mateixa esperança senzilla: compartir un sol instant d'humanitat, sense més etiquetes. I en aquell silenci, cada somriure esdevé un acord de pau universal.

 

 

 

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