lunes, 28 de octubre de 2024

LA ADICCIÓN AL SEXO COMO EXCUSA: CUANDO EL PODER BUSCA JUSTIFICACIÓN

La cafetera gorgoteaba en la pequeña oficina de la periodista, llenando el aire con un olor áspero que parecía encajar con la noticia del día. Azucena miraba la pantalla de su ordenador, sus dedos tamborileando sobre el escritorio. A pesar del café y las horas de sueño mal contadas, había una pregunta que la hacía despertar completamente: ¿qué tenía que ver una adicción con el consentimiento?

El título del artículo titilaba sobre el documento de texto: “¿Exime la adicción al sexo de las acusaciones de acoso y abusos sexuales?”. Azucena bufó mientras tomaba el primer sorbo de café. ¡Vaya pregunta! A veces, la forma en que las noticias debían contarse resultaba hasta una broma de mal gusto.

Volvió a leer el comunicado de prensa que había recibido esa mañana. Errejón dimitía, reconocía los hechos y, de paso, alegaba que su conducta era fruto de una adicción al sexo que lo había llevado al límite. Los psicólogos consultados decían que la adicción al sexo podía ser tan incapacitante como otras adicciones, pero lo que a Azucena le costaba digerir era cómo había pasado de ser una condición a una excusa.

—Estás buscando justificar lo injustificable, Errejón— murmuró, como si el ex-político pudiera escucharla desde la pantalla. Se preguntaba cuántas veces más vería el mismo patrón. Primero, los abusos salen a la luz. Después, una confesión tardía envuelta en retórica de “no soy yo, es mi enfermedad”. Las víctimas, en algún lugar apartado del foco mediático, quedaban relegadas a una sombra borrosa.

Azucena se levantó y empezó a pasear por la habitación, sintiendo el frío del suelo bajo sus pies descalzos. La gente trataba de empaquetar comportamientos complejos en diagnósticos simples. Si a Errejón le diera por decir que una fuerza invisible lo empujó a cruzar todas las líneas, la historia no sería muy diferente. Había algo en esa narrativa de 'no tenía el control' que sonaba mucho a infantilismo, como un niño que dice que la mano invisible de un compañero le obligó a tirar la tinta.

—Nadie elige sus deseos, pero sí sus acciones—, repitió para sí misma una frase que había escuchado a un experto decir en la radio. El problema no eran los deseos. El problema era cuando el poder y los impulsos se unían sin cortapisas, dejando el daño como huella inevitable. Harvey Weinstein también había hablado de su adicción. Weinstein, el hombre que durante años se había creído intocable, hablaba ahora de terapia, de “incontrolables impulsos”, como si eso borrara el terror que había provocado.

Azucena se volvió a sentar. El cursor en la pantalla seguía titilando, como retándola a escribir lo que en realidad quería decir. Que ni Weinstein ni Errejón necesitaban una coartada, sino responsabilidad. Que la sociedad tenía una extraña tendencia a buscar explicaciones que exculparan a los poderosos, mientras la empatía hacia las víctimas quedaba oculta bajo capas de tecnicismos. Las palabras eran como un conjuro que intentaba transformar la realidad. “Adicción” se convertía en la carta que sacaban del mazo para mitigar el escándalo, para convertir el daño en una anécdota más en los medios.

Suspiró y comenzó a escribir. La crítica debía ser firme. No se trataba de patologizar el deseo sexual, ni de juzgar las preferencias de nadie. Se trataba de que, con adicción o sin ella, las acciones tenían consecuencias. Y mientras algunos buscaban terapias y justificación, otros buscaban sanar heridas que nadie podía justificar.

“Una adicción no es una exculpación, y un acto sin consentimiento es un delito”, escribió, sintiendo que cada palabra caía sobre el teclado como un golpe sólido. La crítica no sería suave ni complaciente, y quizás eso molestara a algunos, pero ya estaba cansada de las medias tintas.

Mientras las palabras llenaban la pantalla, Azucena se dio cuenta de que, en el fondo, lo que más la enfurecía no era la noticia, ni el caso específico de Errejón, sino el hecho de que siempre se buscara algún tipo de historia que hiciera más fácil digerir lo sucedido. Como si el abuso, con una narrativa adecuada, pudiera ser menos abuso. Como si, al final, la responsabilidad no fuera más que otra página de manual que alguien podía tachar.

«El título de maestro no debe darse sino al que sabe enseñar, esto es al que enseña a aprender; no al que manda aprender o indica lo que se ha de aprender, ni al que aconseja que se aprenda» (Simón Rodríguez, nacido el 28 de octubre de 1769 para ser el tutor de Simón Bolivar y, a la vista de los resultados, está claro que cumplió con lo que predicaba)

Y que cumplas muchos más de los 83 de hoy... uno de los que "inventó" la música instrumental que "habla".

Genets d'Eternitat

Els genets avançaven, fantasmagòrics, entre els núvols que pintaven el cel de cendra. Els cavalls, siluetes vaporoses, semblaven flotants mentre l'eco d'un tro llunyà acompanyava el seu galop etern. Cada corcada relíquia del passat cavalcava sense descans, perseguint una quimera: un ramat espectral que mai atrapaven, condemnat a fugir entre tempestes. Els genets cridaven, advertint de la condemna als qui intentessin posseir l'inabastable. I així, entre llamps i llampecs, les seves ombres es fonien amb la nit, portadores d'una promesa muda: qui desitgi domar l'infinit, es trobarà perseguint fantasmes per l'eternitat.


 

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