LAS CICATRICES DEL LÍBANO
El suelo del sur del Líbano crujía bajo el peso de los tanques israelíes, arrastrándose como bestias pesadas entre campos alguna vez verdes y ahora resecos por la metralla. Los niños habían aprendido a contar el tiempo por el sonido de las explosiones, mientras preparaba comida con manos temblorosas, mis ojos clavados en la carretera esperando a los soldados. Cada sombra que cruzaba el horizonte podía ser la muerte o la esperanza. La incertidumbre colgaba sobre los techos como una nube venenosa.
—Mamá, ¿por qué siguen viniendo? —preguntó Nadim, con la voz rota, sus pequeñas manos aferrándose a mi vestido. Tragué en seco. Mis ojos se alzaron, buscando una respuesta en el cielo, un cielo que ahora era un lienzo de humo y fuego.
—Porque no saben cómo detenerse, hijo —dije, acariciando el cabello de Nadim con dulzura, intentando borrar con ese gesto las huellas del terror. Pero ¿cómo borrar lo que estaba tatuado en la carne del alma? A lo lejos, el eco de las balas marcaba el ritmo del miedo.
Los soldados israelíes avanzaban por las calles del pueblo, botas que resonaban contra el pavimento desigual, casas abandonadas con puertas abiertas como bocas mudas. La resistencia libanesa se movía entre las sombras, buscando el momento oportuno para atacar. Sabíamos que nuestras armas eran pocas, nuestras vidas frágiles, pero nuestra causa pesaba más que cualquier temor. Un grupo de nosotros, escondidos detrás de un muro medio derrumbado, observábamos los movimientos del enemigo.
—Ésta es nuestra oportunidad —dijo Khalil, sus ojos ardiendo con una mezcla de odio y esperanza. La radio que colgaba de su cinturón emitía estática, mientras intentaba recibir noticias de otros frentes. El sudor bajaba por su frente, mezclándose con el polvo del lugar.
—¿Y si fallamos? —preguntó Youssef, su voz apenas un susurro, los ojos fijos en el suelo. Había perdido a su hermano en la última ofensiva, y cada vez que el sonido de un disparo cruzaba el aire, su corazón temblaba, recordando el grito final de su sangre.
—Si fallamos, al menos habremos intentado —contestó Khalil, apretando el fusil contra su pecho—. No tenemos nada más que perder. Mira a nuestro alrededor, Youssef. Esto... ésta ya no es nuestra tierra, no como era antes. Si nos rendimos ahora, nunca volverá a serlo.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas, cargadas de verdad y de la desesperanza de un pueblo que había sido invadido tantas veces que el odio se había vuelto una segunda piel. Youssef asintió lentamente, levantando la vista. Los ojos de Khalil lo atravesaban, desnudándolo de sus miedos.
—Vamos —dijo al fin, la voz más firme—. No dejaremos que nos quiten más.
Nos movimos como sombras entre las ruinas, cada paso un eco de los que habían caminado antes que nosotros, hombres y mujeres que habían resistido, que habían amado esta tierra. Mientras avanzábamos, el ruido de los motores se intensificó. Khalil respiró hondo y me miró.
—Por nuestras familias —murmuró.
—Por nuestra tierra —respondí.
El estruendo de la primera detonación rompió la quietud de la tarde, y la acción se desplegó en una tormenta de humo, polvo y gritos. Los soldados israelíes respondieron al fuego, sus voces mezclándose con el caos. Desde las casas, los civiles se apretaban contra las paredes, abrazando a sus hijos, rezando en silencio mientras el mundo se desmoronaba una vez más a su alrededor.
Apreté a Nadim con todas mis fuerzas, ocultando su rostro contra mi pecho. Mis ojos se cerraron mientras las explosiones se sucedían, mi corazón latiendo al ritmo de una plegaria muda. “Que sobrevivan, que esta vez sobrevivan”, pensé, mientras el cielo se oscurecía con el humo de la batalla.
La guerra era un ciclo interminable, una rueda de acero que aplastaba todo a su paso. Pero entre las sombras, entre los disparos, las voces de los que resistíamos seguían gritando, un eco que ni el paso de los tanques podía silenciar. Porque mientras quedara alguien dispuesto a pelear, a abrazar a su hijo y susurrar que un día todo esto terminaría, habría esperanza. Aunque esa esperanza fuera solo un fuego diminuto en medio de la tormenta.
«El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos» (Italo Calvino, nacido el 15 de octubre de 1923 para enviarnos a tod@s al infierno)
Y que cumplas mucho más de los 76 de hoy junto a tu dama de rojo.
La dama de vermell
La vaig veure entre la multitud, com un far en la nit, vestida de vermell. Cada moviment seu semblava un secret compartit amb la llum tènue del local. Les seves passes dibuixaven un camí que semblava portar-me, inevitablement, fins a ella. Va girar el cap, els ulls brillants sota el reflex dels llums. Vaig sentir com si fos la primera vegada que veia colors, com si aquella música suau fos només per a nosaltres dos. Ella va somriure, i en aquell moment, el món es va aturar. Només érem ella i jo. La dama de vermell i jo.
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