ALGO HUELE A VIEJO
—A ver, ¿qué tal si los ponemos a remojar cada tres días, como las macetas? —dijo Lucía, entre dientes, sin poder evitar una sonrisa ácida mientras releía el informe. Tenía delante el artículo sobre la frecuencia de ducha recomendada para personas mayores, y cada palabra parecía una pequeña bofetada para quienes conocía y cuidaba. ¿De verdad a alguien se le ocurrió reducir la higiene humana a una fórmula matemática? ¡Como si las personas fueran electrodomésticos en un manual de mantenimiento!
La señora Julia, a su lado, captó su expresión burlona y alzó una ceja, picada de curiosidad. Sus arrugas, profundas y expresivas, parecían haberse formado exclusivamente para juzgar el absurdo que había en el mundo. Con ojos vivaces, miró a Lucía y preguntó con la misma chispa:
—¿Qué pasa, niña? ¿Ahora nos miden el olor con una regla?
Lucía, sin perder el tono irónico, se inclinó hacia ella y susurró:
—Parece que sí, señora Julia. ¡Hasta han identificado una molécula específica! Según esto, a su edad, ya es usted una fuente de “2-noneal”, algo así como un perfume especial de sabiduría con aroma a experiencia.
Julia soltó una carcajada tan sonora que hizo girar varias cabezas en el salón de la residencia. —Así que soy un perfume, ¿eh? ¡No sabía que venía con instrucciones! —ironizó, divertida.
La conversación continuó, casi como una danza de sarcasmo, reflejando algo más serio en el fondo. Los dos sabían que más allá del humor, las palabras escondían una crítica amarga: cómo el sistema trataba a los ancianos como cifras en un cuadro médico, obviando que cada uno era un mundo entero.
Lucía dejó caer el papel con una teatralidad exagerada, y, recostándose en la silla, suspiró:
—Exacto, señora Julia. Nos explican aquí que ustedes ya no se ensucian igual que los jóvenes. Vamos, que eso de la transpiración parece que se les va olvidando con la edad, como si la piel decidiera ahorrar energía.
—¿Ah, sí? —respondió Julia, irónica, con los ojos brillando—. Entonces, ¿por qué sigo sudando cuando veo a ese enfermero guapo en la residencia? O mejor aún, ¿cuando la calefacción funciona a todo trapo? Ya podrían escribir sobre eso en sus informes. No, niña, lo que pasa es que quieren que no molestemos, y claro, a menos duchas, menos lío.
Lucía asintió, la sonrisa torcida.
—Claro, y si se cae alguien en la ducha, culpa de la torpeza, ¿verdad? Porque no es que el baño sea un sitio peligrosísimo sin suelos antideslizantes, ni nada de eso. Pero, como dice aquí, los reflejos se "entorpecen" con la edad, como si se apagaran al cumplir años.
—Sí, sí, a mí ya me lo dijeron en la consulta —intervino el señor Felipe, que se había acercado a oír el intercambio. Este hombre de ochenta y tantos años y con un sentido del humor agudo había escuchado más de lo que parecía—. “Señor Felipe, tiene usted que cuidarse, nada de andar por ahí sin bastón”. Y yo les dije: “Claro, doctor, y qué me recomienda para los reflejos, ¿unos nuevos? Porque parece que los venden en Amazon”.
Julia y Lucía se rieron a carcajadas. Sin embargo, el comentario de Felipe hacía eco de algo más profundo: la constante infantilización, la vigilancia constante de cada paso, y la reducción de sus vidas a un conjunto de normas dictadas por extraños.
—Bueno, y no sé si leyeron —continuó Lucía, levantando el informe de nuevo—, pero recomiendan un “baño parcial”. Nada de ducha entera; basta con un trapo y agua tibia. Total, ¿para qué arriesgarse con algo tan complejo como el jabón?
—Pues mira, niña, en mis tiempos ese “baño parcial” se llamaba “no me da la gana de ducharme hoy” —replicó Julia, indignada y divertida a partes iguales—. Ahora resulta que nos dan licencia para el desaseo.
Felipe asintió.
—No, si al final nos van a recomendar que nos metamos en unas bolsas al vacío y así nos conservamos “frescos”, ¿no?
Julia, recuperando el aliento entre risas, observó a Lucía con una chispa de complicidad.
—Dime una cosa, niña, ¿quién escribe estas cosas? —preguntó Julia, con una mezcla de genuina curiosidad y ácido sarcasmo—. Porque me gustaría invitarles a pasar aquí una semana. A ver si entienden lo que es de verdad cuidarse.
Lucía suspiró, dejándose caer en una silla a su lado.
—Ah, eso sí que sería un espectáculo. Porque si vieran cómo es en realidad, a lo mejor se les caía esa teoría tan bien armada sobre el “cuidado preventivo” y “el ritmo de renovación celular” de la piel —dijo, haciendo comillas con los dedos y dejando escapar una risa amarga—. Pero, claro, para ellos ustedes son un concepto, no personas. “Personas mayores”. Ahí queda todo dicho.
Julia bufó y se cruzó de brazos.
—Exacto. Somos “mayores”. Como si ese título significara que dejamos de ser mujeres, hombres, abuelos… y pasamos a ser muebles antiguos que solo hay que desempolvar de vez en cuando, a la espera de que, sin molestar, pase el tiempo —dijo Julia, apretando los labios.
Felipe, siempre dispuesto a sumar a la ironía colectiva, interrumpió con una voz grave.
—¿Y tú, Lucía? ¿A ti te van a dar también las instrucciones de “baño parcial” cuando llegues a mi edad? Porque a este ritmo, en unos años nos darán “limpieza al vacío” cada quince días.
—Pues quién sabe, don Felipe —respondió ella, levantando los hombros y dejando escapar una sonrisa—. Igual para cuando me toque a mí, ya estarán desarrollando alguna tecnología que nos haga brillar como si fuéramos recién encerados, pero sin tocar una gota de agua.
Julia asintió con un suspiro fingido de alivio.
—Ah, menos mal, niña, porque no sé qué sería de ti sin los baños “estratégicos”.
La risa de Lucía resonó por el salón, envolviendo a Julia y a Felipe en una burbuja de alegría. Pero la verdad era que, detrás de las bromas, todos compartían la misma sensación: el despropósito de un sistema que olvidaba que, bajo cada arruga y cada achaque, seguían latiendo personas llenas de recuerdos, de sueños no cumplidos, y de una dignidad que se merecía más que la burocracia de un informe de “cuidados recomendados”.
Al cabo de unos segundos de silencio, Julia miró a Lucía, su tono ahora más bajo, más serio.
—Lucía, tú nos ves, tú nos tratas como personas. Pero, ¿cuántos otros están ahí fuera siguiendo este manual? ¿Cuántos piensan que con bañarnos cada tres días y cambiar la almohada ya nos tienen cubiertos?
Lucía la miró con los ojos húmedos y respondió suavemente:
—Demasiados, Julia… demasiados.
Julia y Felipe se miraron con una expresión de resignación, pero con esa chispa de rebeldía que solo los años —y los despropósitos ajenos— logran despertar. Lucía, recostada en la silla, sentía en el pecho una mezcla de frustración y ternura. No era fácil escuchar día tras día las mismas quejas, las mismas injusticias encubiertas en instrucciones “cuidadosamente pensadas” para quienes ya habían dado su vida al mundo.
—Mira, niña, una cosa te digo —sentenció Julia, con la mirada fija en el ventanal, donde el sol se posaba suavemente sobre las plantas—. No me importa que a algunos les huela “algo a viejo” cuando entran a este lugar. Prefiero mil veces oler a la vida que he vivido que a esa desinfección impersonal con la que pretenden cubrirlo todo.
Felipe sonrió de medio lado, asintiendo en silencio, mientras Lucía sentía que cada palabra de Julia pesaba más que cualquier renglón de aquel artículo ridículo. Porque ese olor del que hablaban no era más que un rastro de recuerdos, de caricias, de risas y lágrimas. Cada arruga, cada mirada cargada de experiencias… era el verdadero aroma de la vida.
Lucía se levantó, dejando el informe sobre la mesa.
—Les prometo una cosa —dijo, con voz firme, mirando a Julia y Felipe a los ojos—. Aquí, con ustedes, vamos a oler a lo que queramos. A vida, a recuerdos, a dignidad… y, si hace falta, hasta a perfume caro. Nada de instrucciones, nada de normas escritas por gente que no entiende. Solo ustedes y lo que quieran ser.
Julia le devolvió la mirada, con una sonrisa satisfecha, y asintió lentamente.
—¿Sabes, Lucía? —dijo, dejando escapar una pequeña risa—. Algo huele a viejo… pero a viejo de verdad. Y eso, querida, no hay manual que lo pueda cambiar.
Y así, en ese pequeño rincón de resistencia, se quedó impregnado el aroma de la dignidad. Un aroma que, como ellos bien sabían, el tiempo no podría borrar.
«En aquellas cosas humanas en que no cabe la demostración todo argumento permanece indeciso, quedando cada argumentante en la persuasión de que su antagonista no entiende de la cuestión o no quiere confesarse vencido» (José Cadalso, nacido el 8 de octubre de 1741 para no darse por vencido hasta que una bala británica acabó con él)
Y que cumplas muchos más de los espléndidos 27 de hoy que, si los pasas, vivirás casi eternamente.
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Es miraven com si el món es difuminés a l’entorn, i res més importés. "Digues-me el que vulguis", va xiuxiuejar ella, mentre es girava amb un somriure que amagava aventures. Ell va riure, jugant a endevinar etiquetes, cap d’elles encaixava. Eren rebels d’una història sense guió, navegant per les mirades com si fossin mars desconeguts. Cap paraula no aconseguia capturar aquell sentiment que ni tan sols entenien, però tampoc no els calia. L’únic que sabien és que en aquell moment eren infinits, i, malgrat les mirades de tothom, l’aventura era seva i només seva.
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