miércoles, 23 de octubre de 2024

NO TAN RÁPIDO, VIDA. MÁS DESPACIO, MUERTE.

Cuando desperté, no sabía si había vuelto a la vida o había aterrizado en una mala versión de una película experimental. Me explico: uno no espera abrir los ojos y encontrarse con una enfermera clavándote la mirada como si fueras el último hombre en la Tierra, mientras una tableta sobre tu pecho muestra la imagen de una pera y unos auriculares emiten la palabra "manzana". Y no, no es que mi cerebro hubiera decidido jugar al frutero en el más allá. Aquello formaba parte de un experimento, el gran proyecto de descubrir si hay algo más allá de las luces apagadas.

—¿Pera o manzana? —preguntó la enfermera con un tono de voz que no sabía si era irónico o simplemente cansado.

Me encogí de hombros, o al menos lo intenté. La mitad de mi cuerpo seguía sin responder del todo, así que solo logre una especie de tic nervioso.

—No sé... ¿plátano? —contesté, y ella me miró con esa expresión de “esto es justo lo que necesitaba hoy” antes de anotarlo en una libreta.

La cosa es que, mientras yacía allí, aún medio conectado a máquinas que zumbaban como un enjambre de abejas mecánicas, no podía evitar pensar en lo que había sucedido cuando "las luces" se apagaron. Lo primero que recuerdo fue la sensación de hundirme en un charco. Un charco tibio, denso, como si el suelo me tragara con la suavidad de un abrazo acuoso. No había pánico, ni siquiera la urgencia de salir de ahí. Todo era... cómodo. Hasta que, al salir del charco, algo insólito ocurrió: no estaba mojado. Me fundí con el pavimento, como si hubiera dejado atrás la molesta cualidad de ser materia.

Aparecieron imágenes. Mi abuelo, fallecido hace veinte años, me sonreía desde un banco de parque que nunca había visto antes. Vestía su chaqueta marrón favorita, la misma que usaba cuando me enseñaba a volar cometas en el campo. No dijo nada, pero me hizo un gesto con la mano, invitándome a sentarme a su lado. Y allí me quedé, mirando una especie de horizonte sin forma, donde el cielo se deshacía en pequeños pedazos, como si alguien estuviera desarmando un rompecabezas al otro lado del universo.

—Es hora de volver —dijo él, pero no movió los labios. Lo escuché como quien escucha una vieja melodía en la cabeza.

Y entonces todo cambió. La comodidad se desmoronó, el banco, mi abuelo, el charco... Todo se volvió una tensión que me apretaba el pecho y oía voces a mi alrededor. Gritos, zumbidos, el pitido de una máquina desesperada. El tirón me devolvió al hospital, a la cama, a los auriculares y la tableta con frutas.

—¿Y qué recuerdas? —preguntó la enfermera, ya sin mucha paciencia.

—Un charco, mi abuelo, y... ¿una pera gigante? —dije con una media sonrisa, y ella suspiró.

Pero aquí entre nos, lo que no le dije, lo que nunca le diré, es que al final sí hubo algo. Una sensación de estar todavía ahí, en algún lugar entre el charco y el pavimento, con una consciencia que no quería apagarse del todo. Algo que no era solo el resultado de unos electroencefalogramas midiendo el último suspiro de electricidad en mi cerebro. Algo que se parecía a la insistencia absurda de la vida misma, como si mi mente dijera: "No tan rápido, aún tengo algunas cosas que ver, algunas risas que soltar, algunas peras y manzanas que mezclar".

«La ausencia de pruebas no es prueba de ausencia» (Michael Crichton, nacido el 23 de octubre de 1942 vivió, y muy bien, de su imaginación)

Avui, simplement, "Claire de Lune" de Debussy. Per escoltar el relat.


 

 

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