EL GUARDIÁN DEL BOSQUE
Miguel avanzaba por el sendero, su nariz pinchada por el aire fresco del bosque, sus botas aplastando las hojas secas como si estuviera triturando papas fritas bajo el pie. Era uno de esos días en los que las ideas profundas y filosóficas le rondaban la cabeza, aunque él prefería no admitirlo. “Pasear para airear la cabeza”, decía siempre. Pero lo que no contaba es que su cabeza era como una buhardilla, llena de trastos viejos, y a veces pasear solo removía el polvo y sacaba alguna que otra sorpresa.
—Esto sí que es vida, sin notificaciones, sin llamadas, sin —decía en voz alta mientras levantaba la mano, saludando a la nada, como si el viento fuera un viejo conocido.
Fue entonces cuando lo vio. Al principio pensó que eran ramas torcidas, un capricho de la naturaleza. Pero no, no podía ser. Ahí, en el árbol, un pequeño ser de madera, casi como un espíritu del bosque, con la camiseta verde desteñida y la mirada fija hacia el horizonte. Un guardián de la senda, firme en su puesto.
—¡Hombre, por fin alguien que entiende de vigilancia en el trabajo! —dijo Miguel, entrecerrando los ojos hacia la figura, como quien inspecciona al nuevo becario en la oficina.
La figura, inmóvil, parecía escucharle con atención. Miguel se rascó la barbilla, pensativo, sintiendo el cosquilleo de su barba de tres días. “Si pudiera contratar un par de estos para el trabajo…”, pensó. Después se preguntó qué clase de pensamientos tenía ese pequeño guardián del bosque. Tal vez filosofaba sobre cómo los árboles realmente tienen la mejor vida: firmes, arraigados, viendo el tiempo pasar sin preocupaciones.
—Oye, amigo, ¿qué tal tu jornada laboral? ¿Te pagan en bellotas o en vistas panorámicas? —Miguel sonrió mientras se cruzaba de brazos, esperando una respuesta que sabía que no llegaría.
En el fondo, Miguel sentía un tipo de envidia por el ser de madera. Una vida sin dramas, sin las complicaciones humanas, sin el constante murmullo del "¿qué sigue ahora?". Sólo un objetivo: permanecer ahí, sentado, observando el camino, sin nunca quejarse de la humedad ni del frío. Tal vez esa era la clave del equilibrio, del verdadero zen: volverse un guardián del bosque, quedarse quieto y dejar que el mundo pasara frente a ti.
Pero Miguel no podía quedarse parado. No tenía ni la paciencia ni la estructura —además, su espalda ya le daba problemas desde que cumplió los cincuenta. Así que respiró hondo, dedicó una última sonrisa al pequeño ser en el árbol y volvió al sendero, levantando la mano en un saludo final.
—No te preocupes, seguiré caminando. Tú asegúrate de que todo esté tranquilo aquí. Si algún pájaro problemático se pone pesado, déjalo en mis manos la próxima vez.
Mientras se alejaba, sintió que el guardián del bosque lo seguía con la mirada, y él sonrió con una mezcla de alivio y nostalgia. A veces, todo lo que se necesita en la vida es una charla con un amigo de madera, alguien que no juzgue, que no conteste, que simplemente esté allí, inmóvil y tranquilo, observando el paso del tiempo. Tal vez, pensó Miguel, todos deberíamos aprender un poco de ese guardián del bosque.
El sendero se iba haciendo más estrecho, y Miguel notó cómo el bosque parecía cambiar a cada paso. Las rocas cubiertas de musgo se acomodaban entre las raíces de los árboles, y el aire estaba cargado con ese olor húmedo y terroso que siempre le recordaba a la infancia. El camino empezaba a subir, y Miguel se sentía como si estuviera atravesando un portal hacia otro mundo, uno donde el tiempo avanzaba a un ritmo diferente.
—Vaya, esto sí que se ha puesto interesante —murmuró, con una sonrisa. Las ramas crujían con un suave murmullo, y el canto de algún pájaro lejano se colaba entre los árboles. Cada paso se sentía más vivo que el anterior, como si el bosque quisiera hablarle, contarle sus secretos.
Un poco más adelante, un claro apareció entre los árboles, cubierto de helechos y hojas caídas. Miguel se detuvo un momento, respirando hondo. Era un pequeño oasis en medio del bosque denso, donde la luz del sol se filtraba con timidez, iluminando las piedras como si fueran gemas escondidas. Se dejó caer sobre una roca plana y miró alrededor, disfrutando del momento.
—¿Sabes, amigo? —dijo, aunque el pequeño guardián de madera ya no podía escucharle—. A veces siento que este es el verdadero lujo. Un poco de paz, un poco de silencio... y un claro en el bosque donde uno puede imaginar cualquier cosa.
Se quedó allí, contemplando las sombras que jugaban sobre el suelo, mientras su mente vagaba sin rumbo, libre, como las hojas que flotaban sobre la brisa. Por un momento, pensó que tal vez él también era un guardián del bosque, al menos hasta que llegara la próxima llamada o el próximo mensaje. Pero hasta entonces, ese claro era su reino, y el bosque entero su aliado silencioso.
«Los verdaderos pobres que merecen compasión y socorro, sólo son los que por motivo de edad o de salud se encuentran imposibilitados para ganar el pan con el sudor de su rostro. Todos los demás están obligados a trabajar de una o de otra manera, y si no trabajan y tienen hambre, es por culpa suya» (Carlo Collodi, nacido el 24 de noviembre de 1826 para trabajar toda su vida sin que le creciese la nariz como a los políticos y al muñeco de madera que creó)
Hoy era su 81 cumpleaños pero se quedó en 79; se fue a la habitación de al lado a lomos de su caballo negro.
Cavall negre
El cavall negre galopa per la nit sense amo, amb la brida trencada i la crinera dansant al vent. Ningú el pot domar, ningú el pot seguir. Porta als seus ulls l'espurna d'estrelles oblidades i a les peülles el pes de terres mai explorades. El silenci del desert ressona amb el ritme de les seves passes, i sembla que tot s'esvaeix sota el seu trot furiós. No hi ha fronteres, només horitzons que s'esquincen. En cada galop, una revolta; en cada respir, l'alè de la llibertat. I així, cavalca fins que la nit es fa eterna.
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