sábado, 23 de noviembre de 2024

 ROGELIO, EL CABALLO QUE HABLA


El sol caía sobre las colinas de Andorra, desparramándose como un huevo frito en el cielo. Los pájaros se habían escondido del calor y solo el viento hacía ruido, rozando la hierba amarillenta. Yo, con mi chaqueta verde, apoyado en mis bastones de senderismo, observaba el camino adelante, pero sabía que ya no iba solo. Allí estaba mi viejo amigo, Rogelio, el caballo, con esa mirada de quien lo ha visto todo y lo sigue juzgando.

—¡Vaya, vaya, si es el hombre que anda lento pero habla rápido!— relinchó Rogelio, sus orejas moviéndose como parabrisas.

Sonreí sin sorpresa. Habían pasado casi treinta años desde la primera vez que escuché a Rogelio hablar. Sucedía siempre en el campo, nunca en la ciudad. Algo había en el aire rural, el olor a hierba, el crujido de los senderos de tierra bajo los pies, que le permitía a Rogelio romper el silencio y soltar sus ocurrencias.

—Cállate, viejo saco de pulgas. Si no fuera por mí, no tendrías con quién discutir—, le respondí, fingiendo enfado, aunque una sonrisa se asomaba bajo mi bigote. —Te extrañé. Desde la última vez, la vida ha estado más aburrida que un documental sobre piedras.

Rogelio bufó y sacudió la cabeza, el crin agitando polvo dorado en el aire.

—¿Aburrida? Eso te pasa por ser humano. Todo el día preocupándote por esas tonterías: el alquiler, los impuestos, y esos pantalones que ya no te quedan. Deberías aprender de mí: come, corre, duerme, y si alguien te molesta, dale una buena patada.

Me reí, esa carcajada rota que solo sale cuando uno está con viejos amigos. Me acerqué a la valla y pasé una mano por el cuello de Rogelio, sintiendo el calor del sol acumulado en su pelaje.

—¿Sabes? No estás tan equivocado— dije, mirando a lo lejos, donde el camino se perdía entre los árboles. —El problema es que las patadas nuestras no son tan fáciles como las tuyas. Las nuestras a veces ni siquiera se ven.

Rogelio asintió, y sus ojos, esos ojos inmensos y oscuros, parecieron llenarse de algo parecido a la comprensión.

—Tienes razón, amigo. Pero oye, ¡al menos no tienes que arrastrar una carreta cuesta arriba todos los días!

—También tienes razón en eso— admití, soltando el aire en un suspiro profundo que llevó consigo una tonelada de preocupaciones. A mi lado, Rogelio masticaba un poco de hierba, y el crujido se extendía por el silencio del campo como una melodía extraña.

Nos quedamos así un rato, sin decir nada, porque las palabras son buenas, pero el silencio entre amigos es mejor. El viento jugaba con el crin de Rogelio y mi bufanda, como si fueran parte de la misma sinfonía tranquila.

De repente, Rogelio giró las orejas hacia mí y dijo: —Bueno, amigo. Tengo una idea. ¿Qué tal si hoy te doy un paseo como los viejos tiempos? Ya sabes, para que sientas el viento de verdad y no el ventilador del salón.

Lo miré, sorprendido.

—¿Aún te acuerdas de cómo correr? Pensé que tus huesos ya eran solo decoración.

Rogelio soltó un resoplido indignado.

—¡Súbete y lo averiguas, abuelo!

No necesité más invitación. Entre risas y gruñidos, con algo de esfuerzo y un salto que habría hecho reír a cualquier gimnasta, me subí a la espalda de mi amigo. Rogelio se enderezó y, tras un segundo de silencio en el que ambos recordamos nuestros tiempos más jóvenes, echó a correr.

Y corrimos. Corrimos como cuando éramos jóvenes, con el viento golpeando nuestros rostros y el mundo desapareciendo en un borrón de colores. El sonido de los cascos de Rogelio golpeando el suelo resonaba como tambores de guerra, y yo gritaba, de pura alegría, de puro desafío a la edad y al tiempo.

—¡Rogelio, maldito loco, vamos a matarnos!— grité, pero no había miedo en mi voz, solo risa. Una risa de libertad, de sentirme vivo de nuevo, aunque fuera por un momento.

—¡Si hoy es el día, amigo, al menos iremos rápido!— contestó Rogelio, y aceleró.

Y así, el hombre y el caballo, dos viejos amigos, corrimos hacia el horizonte, dejando atrás los años y las preocupaciones, al menos hasta que el sol se escondiera y la realidad nos alcanzara de nuevo.

«No pasa nada, y si pasa, no importa» (Carlos Semprún Maura, nacido el 23 de noviembre de 1926 para acabar desencantado de la política y, sobre todo, de l@s polític@s. Algun@s hemos llegado un poco antes)

Y que cumplas muchos más de los 71 de hoy aunque ya no tengas bigote y te hayas dado cuenta que, por mucho que ames, no te mueres ¿o si? 


Renéixer en Tu

La vaig estimar fins que em va desfer, fins que em va reconstruir. La seva veu, un murmuri entre les pedres, sabia reparar totes les esquerdes del meu cor. Em va ensenyar a deixar enrere la por, a caminar descalç sobre els records punxeguts del passat. Va plantar flors a les ruïnes de la meva vida i les va regar amb somriures. Vaig aprendre a morir en cada abraçada, a renéixer en cada petó. I si cal, tornaria a néixer una vegada i una altra, només per estimar-la fins que, un dia, deixéssim d'existir junts, sense penedir-nos de res.

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