EL PLÁTANO MILLONARIO
El hombre alzó la mano con firmeza, su palma ligeramente sudorosa brillando bajo las luces frías de la sala de subastas. "Seis millones doscientos mil", declaró, y el murmullo de la multitud se calló de golpe. Su traje impecable parecía encogerse ante la expectativa, mientras el subastador, sonriente como un tiburón que huele sangre, se inclinaba hacia el micrófono: "¡Vendida!" El martillo cayó con un golpe seco. Y así, un plátano, pegado a una pared con cinta gris, se convirtió en la obra maestra del momento.
El comprador, que se llamaba Álvaro, sintió un cosquilleo de satisfacción en la base de su cuello. Sintiendo los ojos de todos sobre él, avanzó hacia el podio, donde un asistente con guantes blancos le sonrió. "Su plátano, señor". Álvaro observó la fruta con una devoción casi religiosa. Al fin y al cabo, no era un simple plátano. Era "Comedian" de Maurizio Cattelan, y él acababa de gastar lo equivalente a cuatro generaciones de trabajo en una pieza única de arte conceptual. El plátano amarillo y la cinta gris parecían emitir un aura propia, como si, en su simpleza, resumieran la existencia humana. O eso era lo que Álvaro pensaba, mientras el asistente daba un ligero carraspeo.
"¿Le gustaría tomar el plátano con usted ahora, o quiere que se lo enviemos enmarcado?", preguntó el asistente, su sonrisa demasiado estirada para ser natural. Álvaro parpadeó. Claro, tenía que decidir qué hacer con su nueva adquisición. ¿Enmarcarlo? ¿Colgarlo en el comedor de su apartamento en la Quinta Avenida? Tal vez podría servirlo como aperitivo en su próxima fiesta, al lado de las almendras trufadas.
Mientras meditaba sus opciones, la sala comenzó a llenarse de un susurro colectivo. Algunos lo miraban con curiosidad, otros con una media sonrisa que escondía burla. Y era imposible no notar la expresión del subastador, quien, tras el telón de su profesionalidad, mostraba la mueca de alguien que acaba de vender una promesa vacía en un envase dorado. Álvaro no lo notó. Él estaba demasiado ocupado admirando la sencillez del plátano, que ahora tenía una etiqueta pequeña pegada que decía "Manejar con cuidado". El arte es frágil, pensó, sintiendo cómo la profundidad de aquella idea lo estremecía hasta la médula.
Una periodista se acercó, micrófono en mano, y una cámara siguiéndola como un perro bien entrenado. "¿Qué lo inspiró a comprar esta pieza, señor?". El micrófono casi rozó sus labios. Álvaro adoptó una expresión solemne, como si estuviera a punto de revelar un secreto universal. "Es un comentario sobre la fugacidad de la vida", dijo, gesticulando con la mano libre. "Todos somos un plátano, pegado temporalmente al muro de la existencia". La periodista asintió lentamente, mientras en la sala alguien soltó una carcajada.
El sonido fue como un pinchazo en el globo de la gravedad del momento. Álvaro parpadeó, mirando hacia la multitud. Otro río se sumó, luego otro, hasta que el eco del ridículo retumbó en la sala de subastas como una ola. Álvaro frunció el ceño, la confusión deslizándose por su rostro mientras su atención volvía al plátano. En ese momento, la fruta, aparentemente ajena al ruido, permaneció colgando con toda la dignidad de un emperador desnudo. Un olor ligeramente dulzón comenzó a impregnar el aire.
"Señor, le recomendaría refrigerar el plátano si planea conservarlo", dijo el asistente, inclinándose hacia Álvaro con un tono que mezclaba la cortesía y la desesperación. Pero Álvaro no contestó. Observaba la fruta con una intensidad casi peligrosa. El mercado del arte, pensó, era como aquel plátano: hermoso, absurdo y, sobre todo, extremadamente perecedero.
"¡Lo refrigeraremos, claro!", exclamó Álvaro de pronto, una sonrisa que podía romper espejos pintándose en su rostro. La periodista, el asistente y hasta el subastador lo miraron con los ojos bien abiertos. En el fondo de la sala, un hombre susurró: "¿Quién necesita una nevera para el arte?" y el eco de su sarcasmo llenó el ambiente.
El plátano colgaba, inmutable. La cinta gris empezó a despegarse levemente, pero nadie se atrevió a mencionarlo. Y mientras la risa se apagaba, quedó solo el murmullo de un hombre que había pagado seis millones por un plátano, y la certeza de que el arte, al final, es solo un espejo para quien quiera ver su propio reflejo.
¿Y el reflejo de Álvaro? Bueno, quizá no era más que un plátano esperando que la cinta se desprendiera.
«Cualquiera puede ser un bárbaro; se requiere un esfuerzo terrible para seguir siendo un hombre civilizado» (Leonard Sidney Woolf, nacido el 25 de noviembre de 1880 para ser el marido de Virginia Woolf y para ser un esforzado ser humano)
Y que cumplas muchos más de los 38 de hoy aunque sea versionando a otr@s, un "cover" que se dice hoy día.
El primer cant del nou dia
El sol s'enlairava lentament, omplint de llum el paisatge que havia dormit massa temps. L'ocell trencava el silenci amb el seu primer cant, anunciant l'arribada d'un nou començament. La brisa acariciava els arbres, despertant les fulles amb un xiuxiueig suau. Ella, descalça sobre l'herba fresca, alçà els braços cap al cel, sentint la llibertat recórrer el seu cos com mai abans. El món, per fi, semblava un lloc just. Els malsons quedaven enrere; la vida, com un riu, fluïa novament. Avui, com mai, respirava profundament i sabia que sí, era un bon dia per sentir-se bé.
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