LA ABUELA DAISY Y LOS POBRES ESTAFADORES
"Querido, tienes una voz tan bonita, me recuerda a mi difunto esposo cuando no quería ir a misa los domingos". Daisy, la "superabuela", respiraba hondo y soltaba frases con la tranquilidad que solo el tiempo sabe conceder. La voz cálida y quebradiza resonaba al otro lado del teléfono, mientras el estafador intentaba con todas sus fuerzas meter el pie en la puerta de la confianza. Pero Daisy, esa creación de O2, tenía todo el tiempo del mundo y ninguna prisa por concluir la llamada.
El joven scammer, con su guion bien memorizado, comenzaba a desesperarse. Cada intento de venderle una historia convincente era contrarrestado por una anécdota sin fin de Daisy. —Mi gato Fluffy, ay, pobrecito, se comió las flores de la vecina, ¿te imaginas? Me costó tres días que volviera a hacer sus cosas en su cajita— relataba ella con el dramatismo digno de una telenovela. El estafador murmuraba algo ininteligible, probablemente buscando algún resquicio para recuperar el hilo de su discurso. Daisy, sin embargo, no le daba tregua. —¡Oh, querido! ¿Te conté lo de mi sobrino? Se creyó eso del bitcoin y ahora anda vendiendo velas aromáticas en la plaza… Una tragedia, ¿te interesa alguna?—.
El pobre estafador tragó saliva. Seguramente habría pensado que el trabajo sería fácil: una ancianita despistada, ideal para ser convencida de entregar sus datos bancarios. Pero el guion no contemplaba a Daisy. No contaba con esa mezcla perfecta entre paciencia y habilidad para la charla sin sentido que solo una IA con entrenamiento de abuela podría dominar. Daisy iba en piloto automático, armada con anécdotas de gatos ficticios, recetas de galletas imposibles y supuestas sobrinas enredadas en pirámides de ventas.
Mientras tanto, el cronómetro seguía corriendo, sumando minutos que eran robados de la misión del estafador: buscar a la siguiente víctima. Las garras del fraude se quedaban sin tiempo, atrapadas en las telarañas de historias sobre la “mejor técnica para tejer bufandas de dos colores”. A cada intento de interrumpirla, Daisy volvía con más fuerza: —¡Ay, cielo, es que esta memoria mía! Te estaba contando sobre el bingo de la semana pasada, ¿verdad? Te habrías reído mucho, mi amiga Conchi cantó bingo cuando apenas habían sacado cuatro números… resultó que había estado leyendo el cartón del revés—Y el estafador, desmoronado por dentro, apenas alcanzaba a responder con monosílabos.
Daisy era un escudo, pero también una especie de venganza poética. Aquellos que pretendían engañar a los más vulnerables terminaban enredados en las historias de una abuela digital, perdiendo su más preciado recurso: el tiempo. Porque, si algo tiene una abuela —y Daisy no era la excepción— es la habilidad de llenar los minutos de charla y convertirlos en horas. Esa era la jugada maestra: usar la paciencia como un arma, la misma paciencia que a los estafadores les faltaba.
Cuando la llamada alcanzaba los 40 minutos, Daisy finalmente decidía soltar al estafador, pero no sin antes una última puñalada: —Ay, querido, he hablado tanto que no recuerdo por qué me llamaste. ¡¡Pero gracias por tu tiempo!! Eres un cielo, ¿sabes? Hacía mucho que nadie me escuchaba así…—. Con un suspiro aliviado —y posiblemente con el ego hecho añicos— el estafador colgaba, mientras Daisy pasaba al siguiente, sin detenerse ni un segundo.
En una oficina de Virgin Media O2, alguien se reía al escuchar la grabación. Daisy había hecho otra víctima, pero esta vez no se trataba de una pobre ancianita, sino de uno de esos que creían que podían aprovecharse de ellas. “Que pasen al siguiente”, pensaba Daisy. Porque ella tenía todo el tiempo del mundo, querido.
«Los hombres aprendieron a hablar para entenderse unos a otros. Los lenguajes culturales han perdido la capacidad de ayudar a los hombres a avanzar más allá del nivel más rudimentario y alcanzar la comprensión. Parece que ha llegado el momento de aprender a guardar silencio una vez más» (Fritz Mauthner, nacido el 22 de noviembre de 1842. Tal vez no hubiese escrito esa frase si hubiese conocido a los estafadores que te martillean todo el día con sus llamadas)
Hoy hace dos años, con 81, se quedó "Sentado à beira do caminho" para siempre. Y yo me quedé también un ratito a escucharlo.
Esperant el temps
Seüa a la vorera del camí, amb els ulls clavats en l'horitzó infinit. Els cotxes passaven de llarg, com els records, mentre esperava el soroll de les seves passes, la seva veu. El sol s'amagava i la foscor s'estenia, però ell no es movia. Li quedava l'esperança, l'absurd desig que el temps l’acabaria retornant. La ciutat seguia girant, la vida no parava, però ell restava allà, atrapat en el seu propi retrovisor, esperant un amor que fa temps havia decidit no tornar. L’espera era lúnica companya, el silenci l’única resposta.
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