LA ÚLTIMA JUVENTUD
Las flores comenzaron a llegar cada martes. Rojas como el atardecer que Laura nunca se detuvo a observar, ocupada entre entrevistas y crónicas. Al principio, pensó que se trataba de un error, alguna promesa rota de un amante distante. Pero no, las tarjetas eran claras: "Para la única que me hace sentir vivo". Rupert Murdoch, 92 años, con las agallas de un adolescente y la cartera de un imperio.
—Tiene que ser una broma —comentó Laura a sus colegas de redacción, riéndose al ver las flores amontonadas. Sin embargo, no era una broma. Murdoch quería a Laura. Le gustó su inteligencia, su belleza; la chispa que le recordaba todo lo que alguna vez sintió que había perdido. El amor de un anciano multimillonario no es algo sencillo de eludir: flores, cartas escritas con pluma de oro, joyas que llegaban escoltadas por asistentes impecablemente trajeados.
Laura también quería algo, aunque no supiera qué. Quizás la chispa del poder; quizás sentir que el destino podía sorprenderla, aunque fuera de la manera más absurda posible.
—No sé, tal vez… Rupert es simpático, ¿no? —le dijo a su amiga Marta, que la miraba con una mezcla de incredulidad y lástima. Marta simplemente bufó, tamborileando los dedos en el borde de su taza de café.
—Simpático, sí, como un abuelo con una tarjeta de crédito infinita. Vamos, Laura, esto es una locura.
Pero Laura aceptó. Se casó con Rupert en una ceremonia diminuta y opulenta, donde todo el mundo sonreía por compromiso. Laura también sonrió, tal vez porque pensó que en algún rincón retorcido podría hacer feliz a ese viejo hombre, y quizás ser feliz ella también, a su manera. Rupert, rejuvenecido a los ojos del público, se agarraba de Laura como quien se aferra al borde de una piscina, evitando el abismo de la vejez.
En la noche de bodas, Laura esperó en la suite. Las luces tenues proyectaban sombras suaves en las paredes, y el silencio se rompía de vez en cuando por el crujir del viento afuera. Laura se miró al espejo: una esposa. Se río, pero su risa fue un eco hueco que no llenó el vacío que sentía en el pecho.
Rupert no llegaba. Había dicho que tenía una sorpresa para ella. Laura imaginó alguna ridícula joya o un espectáculo privado con músicos que ya habían pasado su mejor época. Pero pasaron las horas, y cuando los primeros indicios de alarma empezaban a instalarse en su mente, uno de los asistentes tocó la puerta.
—Señora Murdoch, hay algo que debe ver.
La condujeron a una habitación en el ala privada de la isla, donde los secretos solían ir a morir. Al abrir la puerta, Laura vio dos cuerpos tendidos. Uno era Rupert, su expresión congelada en una mueca de expectación; el otro, un joven cuyo rostro le resultó vagamente familiar, aunque no pudo recordar de dónde.
—¿Qué demonios…? —murmuró Laura, incapaz de encontrar sentido alguno.
—Un trasplante de cerebro, señora —dijo el asistente, como si hablara del clima—. Rupert quería sorprenderla, darle lo mejor de él, sin las limitaciones… bueno, del tiempo.
El silencio llenó la habitación. Laura se quedó mirando los dos cuerpos, procesando lo ridículo de todo aquello. Pero Rupert, el Rupert que ella había conocido, ya no existía. Había muerto en esa mesa, y lo que quedaba era un cascarón vacío, la trágica culminación de un sueño imposible.
El asistente, incapaz de leer la expresión de Laura, agregó con tono profesional:
—Pero el cerebro del señor Murdoch logró adaptarse al cuerpo del donante. Aunque… parece que perdió sus recuerdos e identidad.
Laura sintió que la habitación giraba a su alrededor. Se acercó al cuerpo joven, miró su rostro sin memoria. Era bello, en un sentido abstracto, pero frío como una estatua de museo. De repente, supo quién era. Era la nada. Rupert, sin ser Rupert, un eco vacío que nada tenía de ese hombre mayor, testarudo, a veces entrañable.
Laura soltó una carcajada, amarga y quebrada, que resonó en la habitación. Las promesas de poder y juventud se disolvieron, dejando solo el absurdo. Se acercó al asistente,
—Parece que esta boda se quedó sin novio —dijo, mientras salía de la habitación, dejando atrás al viejo Rupert, al nuevo Rupert, y a toda esa fantasía que nunca había querido.
Se dirigió hacia la salida, pisando firme sobre el suelo de mármol. No sabía qué vendría después, pero al menos había algo seguro: nunca más sería parte de una historia que alguien más escribiera. La ironía de su boda se había convertido en una liberación.
Y por primera vez, Laura sintió algo parecido a la esperanza.
«El deber y el derecho son hermanos; su madre común es la libertad. Nacen el mismo día, y crecen, se desarrollan y mueren al mismo tiempo» (Victor Cousin, nacido el 28 de noviembre de 1792 para hacernos entender que somos sujetos –y sujetas- de derechos y también deberes; algun@s se apuntan sólo a los derechos)
Y que cumplas muchos más de los 44 de hoy... la canción, claro. Ella ya es eterna.
Amor sense condicions
Va alçar els ulls al cel i va veure la lluna desfent-se en llàgrimes de plata. Caminava per un món on la raó s’ofegava en les onades d’un sentiment més gran que ella mateixa. Era una dona enamorada, desafiant la gravetat del món sencer. Ell li oferia paraules que flotaven com promeses d’eternitat, i ella, sense condicions, s’hi aferrava. En cada silenci hi havia un crit de llibertat, en cada bes, la renúncia a qualsevol altra vida. I així, es va perdre amb gust en aquell amor, sense voler mai trobar el camí de tornada.
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