martes, 26 de noviembre de 2024

LA REBELIÓN DE OFELIA


Ofelia no quería más flores. No quería las rosas con las que adornaban su muerte, ni las amapolas que flotaban sobre el río donde, según el imaginario de otros, se había dejado caer con una languidez digna de poema. No, Ofelia quería espinas, o mejor, una buena hoz para cortar la maleza y abrirse paso entre los carriles que otros habían pavimentado para ella.

En el salón de los espíritus, cuatro escritoras de nombres olvidados por las crónicas, se reunían. Eran sombras al margen de las estanterías de una biblioteca inmensa, donde las paredes rezumaban humedad y los libros gemían por ser abiertos. La más joven, Catalina, miraba al vacío con ojos encendidos. Ella escribía con tinta amarga, como si su pluma fuera un bisturí cortando una herida que aún no cicatrizaba.

—Estoy harta de la misma historia —dijo Catalina, su voz rebotando en la penumbra—. Siempre la mujer que muere, siempre el mismo río, la misma muerte limpia, como si nuestro dolor tuviera que ser estético para ser legítimo.

A su lado, Edna sonrió con una amargura que le cortaba los labios. Edna había probado la muerte poética, la habían querido callar en vida y también en la narrativa de su suicidio. En su historia, el agua no la había reclamado como una musa trágica, sino como la única salida posible de una opresión que la asfixiaba a cada momento.

—El problema es que les encanta nuestro silencio —comentó Edna—. Les gusta pensar que el agua nos cubrió los labios porque no teníamos nada que decir. Pero aquí estamos, hablando entre nosotras. Ellos no imaginan que seguimos vivas, al menos en palabras.

Maggie, la tercera en la mesa, se inclinó hacia adelante. Tenía las manos ásperas, de mujer que había trabajado más allá de los límites de la decencia. En su mundo, había decidido que no sería el capricho romántico de ningún hombre que quisiera salvarla. Maggie se había salvado sola, aunque los libros insistieran en darle un final trágico.

—Quisiera arrancar las páginas —dijo, arrugando un papel entre los dedos—. ¿Por qué no quemar esos cuadros donde aparecemos pálidas y perfectas, flotando en ríos que nunca elegimos? Si vamos a escribir nuestra historia, que sea con rabia, con nuestras propias palabras, y que nadie tenga el derecho de convertirnos en leyenda por el simple hecho de morir.

La última mujer, Esperanza, permaneció en silencio, observando a sus compañeras. Ella había escrito su vida en los márgenes de una sociedad que no entendía su deseo de escapar. Para Esperanza, el suicidio nunca había sido un acto de derrota, sino una declaración de libertad contra la prisión de ser la esposa obediente, la hija sumisa, el ángel del hogar. La verdadera tragedia, pensaba, era el amor que no dejaba espacio para respirar.

—No estoy loca —dijo finalmente Esperanza, levantando la cabeza—. Estoy hasta el cuello de esta historia escrita por hombres que no entienden que nuestra locura es otra cosa. Es rabia. Es la furia de quien ha sido invisible demasiado tiempo.

Las cuatro se miraron en silencio, y en ese instante, Ofelia, la misma de los cuadros y los versos eternos, se materializó entre ellas. Pero esta vez no traía flores en sus manos, sino un libro en blanco.

—Escriban —dijo—. Que esta vez no haya río, ni lirios, ni muerte estética. Escriban con las espinas y el barro, con las manos que tiemblan y el grito contenido. Que nuestra historia sea una cicatriz, no un cuadro bonito para adornar las paredes de nadie.

Y así, en el salón de los espíritus, las escritoras comenzaron su obra. La tinta caía sobre el papel como un torrente indomable, las palabras brotaban llenas de ironía, de dolor y también de esperanza. No habría más muertes dulces para adornar poemas, sino una vida escrita a su manera, sin metáforas que las cosificaran, sin tragedias que las redujeran a musas. Porque al final, la verdadera rebelión de Ofelia no era morir con gracia, sino decidir vivir sin pedir permiso.

«Todos los días y no sólo el 25 de noviembre, deben ser el día de la eliminación de la violencia contra la mujer» (Esta es mía)

 Hoy solo escuchar, ver y, sobre todo a ellos a nosotros, comprender.

Silenci trencat

Enmig de la tempesta, vaig trobar el silenci. Vaig tapar-me les orelles, però la remor seguia dins meu. Sempre havien volgut que callés, que m'amagués darrere del soroll, però ara la meva calma era la rebel·lió. Els crits no eren només fora, sinó també dins. Així que vaig respirar fons, sense paraules, i vaig deixar que el silenci fos el meu crit. Els ulls em miraven amb incredulitat, però el meu cor sabia la veritat: en la quietud hi havia força. Vaig deixar de cridar cap enfora i vaig començar a escoltar-me. I en aquell silenci, em vaig trobar lliure.



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