EL FRAUDE DEL AMOR ETERNO
La justicia, al final, no es más que un teatro. Y hoy, soy el protagonista. Aquí estoy, subiendo las escaleras de mármol del Juzgado número 18. El eco de mis pasos resuena por todo el pasillo, como si el edificio se riera de mí. “Otra vez el mismo fraude”, murmura un secretario con su cara de aburrimiento eterno. Y yo, con la frente en alto, como si todo esto no fuera conmigo. “No pueden embargar nada”, repito la frase que he memorizado con la perfección de un actor en su gran debut, “todo es de mi mujer”.
La ironía aquí es tan densa que casi puedo olerla, un aroma a papeles legales y a contratos viejos que apestan a fraude. Entro en la sala, y ahí está ella, mi amada esposa, sentada como si de verdad fuera la dueña de todo. Pero ambos sabemos que es un juego. Yo hablo, ella calla. Yo firmo, ella mira. Pero hoy, su silencio tiene más peso que todos los documentos que alguna vez falsifiqué. Porque la verdad es que, aunque los jueces crean que tengo todo bajo control, ella siempre lo ha tenido.
“Señoría”, le dice mi abogado, con esa voz engolada que usan los que creen que manejan la ley como una marioneta, “mi cliente no es el dueño de estos bienes. Todo pertenece a su esposa”. Lo miro, y por un segundo, me parece que la sala huele a azufre. No sé si es la colonia barata del juez o la mentira que se nos acaba de escapar.
El juez frunce el ceño, no porque me crea, sino porque ha oído esta canción demasiadas veces. Hay un silencio, espeso como la niebla de un día de octubre, que se extiende entre nosotros. Y entonces, la bomba:
— Yo nunca le di permiso para firmar en mi nombre— dice mi esposa, con una voz tan suave y cortante como una hoja de afeitar.
La sala se congela. El juez levanta la mirada, interesado por primera vez en todo el día. Y yo… bueno, yo solo puedo sentir el maullido del gato encerrado. Ese sonido que empezó en cuanto subí la primera escalera y que ahora me grita en los oídos. El gato siempre estuvo ahí, pero yo lo ignoré, porque claro, todo estaba bajo control. ¿O no?
El abogado me mira, como si esperara que yo tuviera una respuesta preparada para ese puñetazo disfrazado de frase. Pero no la tengo. Nunca la tuve. Porque mientras yo jugaba a esconder bienes y a disfrazar contratos, ella jugaba un juego mucho más peligroso. Ella, con su silencio, me dejó creer que controlaba la situación. Pero ahora, frente al juez, es cuando me doy cuenta de lo poco que entendí.
—Yo no firmé nada, repite, con la misma calma de quien sabe que el jaque mate está a una jugada de distancia. Y es entonces cuando lo veo todo con claridad.
El negocio, la casa, el coche, los pisos… todo a su nombre. Y yo, un idiota, pensando que eso me protegía. Pensando que el juez sería lo bastante estúpido como para tragarse esta farsa por enésima vez. Pero el juez no es el problema. Ella lo es. Ella, que ahora me mira por primera vez en años, y veo en sus ojos algo que no había visto antes: poder.
—Por supuesto, yo confié en mi marido, añade, y me guiña un ojo. Lo hace tan rápido que solo yo lo veo. El juez asiente, pensando que está entendiendo todo. Pero lo que no entiende es que el juicio no es por el dinero. No es por las letras de cambio ni por la casa ni por el negocio.
El juicio es por mí.
Salgo de la sala, derrotado. Ella ganó. Todo lo que hice para protegerme, lo hice por ella. Para que, cuando llegara el día en que los acreedores tocaran a la puerta, todo estuviera a salvo. Y lo está. Pero no para mí.
En el pasillo, mientras espero a que mi abogado termine de recoger los papeles, veo a mi esposa salir con una leve sonrisa en los labios.
—Es mío, susurra al pasar junto a mí. Todo es mío. Tú lo dijiste.
Me río. No hay otra cosa que hacer. El gato encerrado ha maullado demasiado fuerte, y el juez, la justicia, el mundo entero lo ha oído. Pero nadie oyó a la esposa, hasta ahora.
¿Y qué puedo hacer? Nada. Todo lo que me quedaba lo registré a su nombre. Yo mismo lo declaré. Todo por ella.
Mientras bajo las escaleras, las mismas que subí pensando que tenía el control, el eco de mis pasos suena diferente. Más pesado. Y al final, cuando salgo a la calle, el aire me golpea con la fría realidad: no hay mayor fraude que el que uno se hace a sí mismo.
Y ahora lo sé. El fraude no fue esconder bienes. El fraude fue creer que alguna vez fui el dueño de algo.
«Tan fácil parece una vez descubierto lo que antes de descubrirse se hubiera tenido por imposible» (John Milton nacido el 9 de diciembre de 1608 descubrió en una frase a los que son un@s envidios@s: si lo hace otr@ diremos “no era tan difícil”; si lo hago yo diré: parecía imposible pero lo logré)
Cinco años justos que se marchó a la habitación de al lado dejándonos el silencio que hay después del amor.
El silenci després de l'amor
El despertador ha parat el temps just abans del primer raig de sol. Ell ja no hi era, però el seu perfum encara dansava pels plecs del llençol. Va alçar-se, va obrir la finestra i va deixar que l’aire fred li glacés les mans. Tot semblava intacte: el carrer desert, el cafè a la tassa, les sabates d’ell al rebedor. Però el buit no era al pis, sinó a la melodia que li omplia la ment, aquella que no es volia apagar. Va xiuxiuejar: "It must have been love..." i es va deixar caure al silenci d’un matí etern.
Muy bueno!
ResponderEliminarGracias!!
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