martes, 10 de diciembre de 2024

 EL SABOR DE LA LIBERTAD


El cuarto vibraba con un zumbido bajo, casi imperceptible, como si un enjambre de abejas mecánicas rondara tras los muros. En el centro, un sillón de cuero negro reflejaba la luz débil de las pantallas circundantes, cada una mostrando imágenes que prometían deleites inalcanzables en el mundo real: paisajes oníricos, rostros estáticos, banquetes que parecían pintados por dioses hambrientos.

Alicia avanzó descalza, el frío del suelo de metal trepándole por las plantas de los pies como un eco helado. Sus dedos rozaron el respaldo del sillón, y una oleada de electricidad parecía impregnar su piel. La máquina la esperaba. Su panel de control, liso y luminoso, destellaba como un amanecer atrapado bajo vidrio. “Experiencia personalizada: ¿Desea continuar?”, preguntaba la interfaz con una voz que no era una voz, sino un susurro en su mente.

Alicia cerró los ojos. Una fragancia a flores nocturnas, dulces y levemente amargas, llenó el aire. Cada respiración le traía un recuerdo o tal vez una promesa: un campo de lavandas que nunca había visitado, la piel tibia de un amante cuyo rostro olvidaba. Al apoyar las manos sobre los controles, un cosquilleo subía por sus brazos, como si la máquina estuviera ávida por explorarla tanto como ella a ella.

—Conéctame.— Su voz salió baja, cargada de una urgencia que no esperaba sentir.

Las correas automáticas se cerraron alrededor de sus muñecas y tobillos con la delicadeza de una caricia experta. Entonces, la máquina empezó a trabajar. Una corriente tibia le recorrió la espina dorsal, como si un río de miel fluyera a través de sus huesos. Imágenes se desplegaron en su mente: una playa bajo un sol incandescente, el viento jugueteando con su cabello; un banquete de frutas cuyo jugo le corría por el mentón, pegajoso y dulce. Podía sentir el roce de la arena, escuchar el crujido de las hojas de palma, saborear el dulzor ácido del mango.

Y luego, el silencio.

El placer era absoluto, total. Cada nervio en su cuerpo resonaba como una cuerda de violín tocada por un maestro invisible. Pero algo dentro de ella también empezó a retorcerse, un nudo pequeño y persistente que se apretaba más con cada ola de éxtasis. Era la ausencia de algo que no podía nombrar, una fisura diminuta en el muro de perfección.

De pronto, la máquina proyectó una escena inesperada. Alicia caminaba por un parque, la brisa fresca en su rostro. En la imagen, no había lujo, ni banquetes, ni amantes. Solo el crujido de las hojas bajo sus pies y el aroma de tierra húmeda tras una llovizna. Su corazón dio un vuelco. Aquello no era placer, no en el sentido tradicional, pero algo en esa escena la llamaba, la tironeaba con una fuerza que ningún éxtasis artificial había logrado.

—Desconéctame.— La palabra salió de sus labios antes de que pudiera detenerla.

La máquina pareció vacilar. El zumbido bajó, como un animal herido. Las correas se aflojaron con una lentitud que rozaba lo punitivo. Cuando finalmente abrió los ojos, la sala se sentía vacía, el aire cargado de una quietud insoportable.

Alicia se puso de pie, tambaleante. La realidad la golpeó con la rudeza de un golpe en el estómago: el metal frío bajo sus pies, el murmullo lejano de la ciudad, el peso de su propia piel. Todo era imperfecto. Todo era real. Y en esa imperfección, encontró una chispa que la máquina no había podido replicar.

Al salir de la habitación, la fragancia de las flores nocturnas aún flotaba en el aire. Pero esta vez, Alicia no necesitaba cerrar los ojos para soñar.

 «El amor es un arte, como la música. Da emociones del mismo tipo, tan delicadas, tan vibrantes, a veces quizás más intensas» (Pierre Louÿs, nacido el 10 de diciembre de 1870 para ponerle letra a la música del amor)

Y la canción del vídeo le va que ni pintada al relato de hoy. Hay que redescubrir lo imperfecto y lo auténtico que hay en nosotr@s para liberarnos.

El paper en blanc

Els dits li tremolaven mentre sostenia la ploma. Davant seu, un full en blanc esperava amb la paciència d’un horitzó infinit. Podia sentir encara l’eco de les veus mecàniques, prometent-li mons perfectes, sense errors, sense dubtes. Però ara, en aquella quietud imperfecta, l’olor de tinta fresca li semblava més real que qualsevol paradís virtual.

Amb un traç insegur, va escriure la primera paraula. Era petita, titubejant, però era seva. Cada lletra que seguia s’endinsava més en el desconegut, en la imperfecció, en la vida.

I així, amb cada paraula, es va escriure lliure.


 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario