jueves, 26 de diciembre de 2024

 EL SOCIÓLOGO DE LA NAVIDAD


El profesor Ramón Lizana ajustó su bufanda con un ademán mecánico. Frente a él, las luces navideñas del centro comercial pulsaban como un electrocardiograma enloquecido, reflejándose en los charcos de la reciente lluvia. Inspiró profundamente, permitiendo que el olor a castañas asadas, mezclado con el inconfundible aroma de los ambientadores industriales, se le colara en los pulmones. “Nada como un laboratorio social tan precario y perfecto como este,” murmuró mientras avanzaba.

El centro comercial era un mosaico de microcosmos. Familias cargadas de bolsas, niños berreando porque Papá Noel había prometido PlayStations imposibles, parejas con sonrisas tensas, atrapadas entre el consumismo y las ganas de escapar a un pueblo perdido. Observó cómo una mujer revisaba un escaparate lleno de adornos dorados con la precisión de un arqueólogo; parecía buscar en esos artificios un sentido perdido. “Materialismo disfrazado de milagro,” pensó, mientras tomaba notas mentales.

Ramón no estaba aquí por placer ni por compras. Había convertido su vida en una cruzada por entender los rituales humanos, y la Navidad era su Everest. En su opinión, era el momento álgido del teatro social: una obra coral en la que todos sabían sus papeles, pero pocos entendían el guion.

Entró en la cafetería central. El bullicio era un tapiz de conversaciones entrecortadas, cucharillas tintineando contra tazas y el villancico de turno, arrastrado por altavoces cansados. Pidió un café solo. La camarera le lanzó una sonrisa programada antes de girarse para gritarle al barista: “Otro café, y rápido, que ya vamos tarde!”

En una mesa cercana, un hombre hablaba por teléfono.

—¡Claro que voy a la cena de empresa! Es lo que toca. Y después, a sonreír como idiotas mientras el jefe suelta otro discurso vacío…

Ramón no pudo evitar una carcajada seca. El hombre lo miró, sorprendido, pero volvió a su conversación. “La sonrisa como última frontera del cinismo navideño,” anotó Ramón en una libreta arrugada.

“¿Qué celebramos realmente?” Se había hecho esta pregunta tantas veces que había perdido la cuenta. Como sociólogo, sabía que la Navidad era una amalgama de paganismo, cristianismo y capitalismo feroz. Un solsticio disfrazado de salvador, una fecha calculada para aprovechar la victoria de la luz sobre la oscuridad, y una opresión camuflada de ofertas irresistibles. Pero lo que más le fascinaba era el modo en que cada individuo reinterpretaba esta representación colectiva.

Volvió a las calles. Una niña lo detuvo para ofrecerle un papel con letras temblorosas: “Concierto de villancicos. Entrada libre.” El entusiasmo en sus ojos era tan sincero que, por un instante, Ramón sintió algo parecido a la nostalgia.

—¿Te gustan los villancicos? —le preguntó la niña.

—Me gusta lo que representan. —El tono de su respuesta era críptico, pero la niña sonrió igual antes de correr hacia otro transeúnte.

Llegó a la plaza mayor, donde un gigantesco árbol de Navidad presidía el espacio. La multitud sacaba fotos, sus rostros iluminados por las luces intermitentes. Una pareja discutía en un rincón:

—¡Siempre lo mismo! ¿No podías esperar para comprarte esa estúpida chaqueta? —¡Y tú siempre criticando todo lo que hago! Al menos yo pienso en regalos.

Ramón cerró los ojos y dejó que la escena se hundiera en él. “La Navidad es una lupa,” reflexionó. “Amplifica todo: el amor, el resentimiento, la generosidad, la hipocresía. No es un evento, es un espejo.”

Esa noche, de regreso a casa, encendió una vela frente a su pequeño belén. En la penumbra, los rostros de las figuritas parecían cobrar vida, como si también se cuestionaran su existencia de barro pintado. El profesor Lizana se sentó y escribió en su libreta: “Celebramos lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser, aunque sepamos que nunca lo seremos. La Navidad no tiene una única verdad, pero su mentira colectiva es, quizá, nuestra última esperanza de comunidad.”

Apagó la vela, dejando que el olor a cera quemada se mezclara con el eco de las risas y discusiones que aún resonaban en su memoria.

«Enfrentemos directamente la paradoja de que el mundo que va a la guerra es un mundo que, generalmente, desea genuinamente la paz» (Norman Angell, nacido el 26 de diciembre de 1872 para ser premio Nobel de la Paz en 1933 a pesar de lo paradójico de sus frases… o el contrasentido de las mismas)

Hoy hace 14 años, con 54, demasiada azúcar se la llevó a la habitación de al lado. Bueno, eso del azúcar es cosa mía para darle un sentido a la canción del vídeo.

Sota el neó, el mirall riu

El club vibrava amb ritmes engabiats entre bassos i sintetitzadors. Ella, cabell daurat com un reflex líquid, ballava a ritme de temptació. Jo, atrapada en l’eco d’una cançó que xiuxiuejava promeses, vaig allargar la mà cap al miratge.

"Només sóc una ximple per amor", deia la lletra. I jo, amb el cor fet de gelatina i esperança, vaig cedir.

El seu somriure em va atrapar. Els llums es van apagar.

Quan es van encendre de nou, només quedava un reflex difuminat al mirall, i una ombra al meu cor que ballava sola.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario