EL UMBRAL DE LO INVISIBLE
El aire cargaba un sabor amargo que se pegaba al paladar, como si cada partícula de polvo gritara el paso de los años. El reloj de pared marcaba las seis y media de la tarde, pero en aquel consultorio la luz fluorescente arrastraba un tiempo sin estaciones, ajeno al sol o la luna. En el sillón de vinilo, Marta tamborileaba los dedos sobre el posabrazos. La tensión electrizaba el aire, y el crujido del material al moverse resonaba como un susurro molesto en la sala.
—Vamos a empezar con algo sencillo—dijo la terapeuta, sus ojos clavados en el expediente, evitando el contacto visual. Su voz era un murmullo que apenas rompía la quietud del lugar.
—Define “mediana edad”—continuó.
Marta tragó saliva. ¿Qué era eso? La textura de la palabra se sentía como lija en su lengua. No era joven, pero tampoco anciana. Había algo en el término que pesaba como plomo en el pecho, una etiqueta que no encajaba con ninguna de sus decisiones, ni con sus errores ni con sus sueños.
—Es…—tartamudeó—una pausa entre lo que pudo ser y lo que nunca será.
La terapeuta levantó la vista, evaluando con un gesto apenas perceptible. —Y ¿cómo lo sientes?— preguntó. Cada palabra golpeó a Marta con la fuerza de un trueno distante.
—Como… un cuarto cerrado—respondía, hilando palabras como si caminara sobre cristales—, lleno de cosas que olvidé. Un eco de mi propia risa, un perfume que ya no uso.
La terapeuta asentía mientras escribía, el bolígrafo arañando el papel con un ritmo que raspaba los nervios de Marta.
—Vamos a explorar eso—dijo finalmente, inclinándose hacia adelante. Su perfume, una mezcla de lavanda y alcohol, flotó hasta la nariz de Marta. La terapeuta encendió una grabadora que soltó un leve clic. —Quiero que cierres los ojos.
Marta obedeció. La silla pareció hundirse bajo su peso mientras su respiración llenaba el silencio. La terapeuta habló de nuevo, su voz más baja, como un viento que apenas movía las hojas.
—Estás en un corredor largo. Las paredes están cubiertas de fotos que no recuerdas haber tomado. Puedes oler el polvo acumulado en los marcos.
Marta tragó saliva. El sabor de algo rancio invadió su boca.
—Sigues avanzando. Cada paso te lleva hacia una puerta al final del pasillo. Una puerta que lleva a… tu verdadera respuesta.
La imagen se formó en su mente: una puerta de madera desvencijada, el pomo oxidado, y un letrero en letras desvaídas: “¿Qué viene después?” Su mano tembló al extenderse hacia el pomo. El metal estaba frío, su tacto desencadenó una serie de recuerdos enterrados bajo capas de rutina.
Al abrirla, un vértigo invadió su cuerpo. No había nada al otro lado, solo el susurro del viento y un vacío que sabía a despedida. Retrocedió de golpe, cayendo en la silla que, para su sorpresa, ahora estaba al borde del abismo. Abrió los ojos.
—¿Y?—preguntó la terapeuta, con una leve sonrisa que intentaba ser tranquilizadora pero que solo aumentó el peso en el pecho de Marta.
—La mediana edad… es un limbo—respondía, su voz rasgada por la visión—. Pero también una frontera. Lo que decida hacer ahora… es todo.
La terapeuta cerró el expediente con un chasquido seco. El eco del sonido llenó la sala mientras el reloj seguía marcando su tiempo implacable. "Tienes razón", dijo finalmente. "Pero, ¿qué harás con eso?"
Marta salió del consultorio con la sensación de haber dejado algo atrás. El aire frío de la calle la golpeó en la cara, despejando su mente. Cerró los ojos y respiró profundamente. Por primera vez en mucho tiempo, el futuro no era un eco hueco; era una hoja en blanco, lista para ser llenada con algo que aún no entendía pero que sabía que debía buscar.
«Sabemos que la democracia siempre es una creación inconclusa. Cada generación nueva debe renovar sus cimientos» (Jimmy Carter que se fue hoy a la habitación de al lado a los 100 años y, casi, dos meses de edad. Tuvo tiempo para que le diesen el Nobel de la Paz en el 2002 aunque dejó sin acabar la tarea por la que le dieron el premio)
Y que cumplas muchos más de los 77 de hoy, tiempo tendrás para hablar con el móvil aunque, la verdad, algunas veces cansa ¿verdad?
Línia oberta
El telèfon no parava de sonar, un ritme incessant que marcava les hores. Cada repicada era una espina clavada en l'esperança. Al capdavall de la línia, un cor que bategava al compàs de la melodia. Els segons s'estiraven com caramel, dolços i enganxosos. Amb cada trucada, una nova promesa d'una veu reconeguda. Però només hi havia silenci, un buit que s'estenia infinitament. I en aquell buit, només quedava l'eco d'una conversa que mai arribaria
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