LAS VOCES DE LA MERCES (*)
El mercado hervía como una olla que no conoce reposo. A la sombra de una columna corintia, Livia ajustó el cinturón de su modesto vestido de lana. Había dejado la aguja y los hilos por un rato; las demandas de sus clientes eran implacables, pero el estómago de su hijo no entendía de plazos. En su cabeza resonaban las palabras de su vecino, un jurista altivo: “El artesano es la sal de la tierra, pero también su costra más baja”.
—Más sal que costra —murmuró mientras su mirada se posaba en el foro. Los esclavos pasaban cargando estatuas de mármol que decoraban casas de gente que nunca sudaba.
A unos pasos de ella, Marco, un liberto que había encontrado refugio en la medicina, preparaba su botiquín. Sus manos callosas mezclaban ungüentes en una pequeña mesa, mientras un grupo de curiosos lo observaba.
—Dicen que curas todo menos el alma —se burló un joven vestido de tónica limpia y ajustada.
Marco ni siquiera levantó la mirada.
—El alma cuesta más que el precio que vos podrías pagar.
Cerca de allí, Cayo, un agricultor que había perdido su tierra a manos de un patricio, empuñaba una pala con la resignación de quien entiende que la tierra solo es generosa con quienes pueden dominarla. Trabajaba ahora como asalariado en una villa que no era suya. Cada golpe contra el suelo era un eco que rebotaba en los huesos de sus ancestros, quienes habían cultivado esa misma tierra.
—Antes, al menos, la tierra nos devolvía algo —le decía a su amigo Octavio, otro agricultor desplazado. —Ahora, trabajamos para que otro se lleve el fruto.
—Cállate, Cayo. Si te oyen, terminarás en la arena con los gladiadores. ¿Sabes cuánto disfrutan los nobles viendo cómo sangramos?
Mientras tanto, en una escuela improvisada en un rincón del foro, Servio enseñaba a leer a un grupo de niños. Sus palabras se alzaban por encima del bullicio:
—¡La sabiduría no entiende de cadenas ni de salarios! ¡Quien lee, vive mil vidas!
Uno de los padres, un pescador, resopló.
—Pero ninguna de esas vidas paga el pan, Servio.
El sarcasmo de la respuesta no borró la sonrisa del maestro. En su interior, sabía que su condición de liberto aún lo ataba a las sombras de su pasado, pero el conocimiento era la única forma de cortar los grilletes.
En la esquina opuesta del foro, Julia, una escultora relegada al anonimato por ser mujer, observaba con envidia velada el pedestal que albergaba una obra suya. El cliente había pedido expresamente que su nombre no se incluyera en la firma.
—Es arte, pero no arte liberal —le había dicho el cliente con un tono que todavía le quemaba.
Julia escupía cada vez que pasaba frente a esa estatua. Pero hoy no lo hizo. Hoy pensaba en algo diferente: una escultura para ella misma, una obra que no terminara en manos de quienes despreciaban el esfuerzo y solo adoraban el resultado.
El sol cayó, y el foro se llenó de sombras alargadas. En una esquina oscura, un esclavo de rostro inescrutable contemplaba el ir y venir de los ciudadanos. Sabía que nunca le estaría permitido ser protagonista de esa obra caótica llamada Roma, pero su silueta era parte del mosaico que daba sentido a la ciudad. Respiró profundamente, y por un instante, el aire que compartía con los libres y los libertos lo llenó de una fuerza extraña. La rueda giraba, pero ¿qué pasaba cuando las ruedas se rompían?
El mercado cerró, los gritos se apagaron y la ciudad se preparó para otro día. Pero en los corazones de Livia, Marco, Cayo, Servio y Julia, el eco de sus merces seguía resonando, un recordatorio de que, aunque la dignidad pareciera reservada para unos pocos, la lucha por vivir la construían ellos cada jornada.
El esclavo sonrió antes de cerrar los ojos esa noche. Sabía que, aunque Roma ignorara sus voces, el tiempo sería el mejor escultor de la justicia.
(*) Equivalente a salario, retribución
«La vida es un rompecabezas y cada uno de nosotros tiene que encontrar el modo de encajar las piezas» (Willa Cather, nacida el 7 de diciembre de 1873 para ser “una de las nuestr@s” que era su manera de encajar en el grupo)
Y que cumplas muchos más de los 51 de hoy, soplando en compañía, como a ti te gusta.
El silenci que pesa
Vaig jurar no mirar-te més, però els teus ulls em miraven encara. A cada cantonada del món, et trobava: en el reflex d’un vidre, en l’ombra de qualsevol desconegut. La veu del vent, aquella que un dia era nostra, ara només canta per a mi, però no l’escolto. No puc. M’ofega el silenci de la teva absència, tan ple com els versos que mai vaig escriure per por de saber que eren per a tu.
I mentre el món gira, només penso que no puc deixar-te de mirar. Ni quan no hi ets.
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